Crónica: La abuela Delfina

Crónica: La abuela Delfina

A mis hermanos y a mí nos criaron, y acompañaron en la infancia, esencialmente, la abuela paterna Delfina García, natural de Orense, Galicia por más señas, su hermana, la tía abuela Carmen y el abuelo Alcibiades, cubanos ambos. Los abuelos maternos, Consuelo y Gonzalo, emigraron a USA en 1960 y no volvimos a saber de ellos hasta décadas después. Nuestros padres, en los momentos en que la vida les dejaba tiempo, contribuían también a la educación de sus hijos, pero no disponían de mucho. Los años sesenta fueron muy convulsos y carentes de espacio para ocuparse de otra cosa que no fuera trabajo, trabajo, y compromiso patrio.

Yo fui un infante bueno, tranquilo, estudioso y hasta tímido. En las películas, kinescopios y reportajes televisivos que conservo, siempre aparezco serio, meditativo, con la mirada perdida, en lontananza. Tengo un libro en las manos o estoy escribiendo algo, pero como cualquier chiquillo a veces, pocas, era travieso y recibía por eso curiosos castigos que contribuyeron al comportamiento cívico y la educación del adulto que soy hoy.

Un domingo maravilloso de aquellos en los que conversaba con mi padre alrededor de una mesita en el cuarto-estudio del minúsculo departamento en que vivía por entonces y conociendo él que apenas yo había terminado el décimo grado (lo repetí tres veces) me preguntó: ¿Amaurito y de dónde viene ese conocimiento literario tuyo que te lleva a componer canciones de cierta intensidad poética e intelectual? Le aseguré con orgullo: ¡De las enseñanzas de Abuela Delfina! Él mostró un interés mayor que el habitual, se inclinó hacia adelante en el asiento, aspiró su puro, y dijo intrigado: ¡A ver, cuéntame eso!
¡Mira Papá! Comencé así mi explicativo discurso. Cuando llegaba del colegio con el uniforme sucio, con un lápiz que no era de mi propiedad, o ella se enteraba que no había alcanzado las más altas calificaciones escolares, me encerraba en la biblioteca de tío Tabaré (vivíamos en una época una casa tras la otra), agarraba al azar cualquier libro, daba igual que fuera, _Los Miserables_ de Víctor Hugo, una obra de teatro de Tenesse Williams, la _Biblia_, _El Quijote_, cualquier tomo de las obras completas del etnólogo Fernando Ortiz, etc., siempre escogía los libros más voluminosos, y decía: ¡Estás castigado y por eso no saldrás de aquí hasta que leas, y me comentes después, de la página cuarenta hasta la setenta (es un ejemplo) de este texto! Entonces cerraba la puerta de la biblioteca por fuera y se alejaba para regresar luego a fiscalizar la lectura y terminar con el encierro hasta otro día en que lo mereciera.

Niño al fin, agarraba y leía la primera página señalada y la última, nunca las intermedias, y cuando ella volvía preguntaba: ¿Qué dice en la cincuenta? Como no la había leído el castigo se prolongaba y volvía a señalarme que repitiera la lectura hasta que finalmente me interesó, y apasionó, lo que leía.

Mi padre, a esas alturas de la conversación permanecía en silencio y a veces miraba al “cielo” desde donde seguro mi abuela estaba al tanto de la plática. Por eso, le explicaba, es que sin tener estudios universitarios, como ella hubiera soñado, desde niño he leído una buena parte de los libros imprescindibles para andar por el mundo con cierta cultura, ahí está la clave de tu pregunta. Al fin de mi historia mi padre me respondió haciéndome la confesión más relevante de todas cuantas compartió conmigo: ¡Amaurito mijo, eso que cuentas es increíble! ¿Por qué? le pregunté. Él enfrentó mi desconfiada mirada y con una grave sonrisa agregó: ¡¡¡Mi querida madre, tu abuela, era analfabeta, jamás hubiera podido saber qué habías leído y qué no!!! Mi sorpresa fue de incalculables proporciones y su felicidad aún mayor, los dos nos abrazamos, ebrios del desconcierto, por haber sido deudores de una mujer tan astuta, especial, y enigmática.

La Abuela Delfina nos abandonó una mañana gris y ventosa, pero todavía la presiento en el olor transparente de la ropa lavada, en el aroma de los garbanzos recién cocidos, en el vago perfume de las librerías.

Por: Amaury Pérez Vidal