Por: Namphi Rodríguez
La novela “Matar a un ruiseñor”, de la narradora estadounidense Harper Lee, se ha entronizado en la conciencia norteamericana como paradigma de heroísmo frente a la injusticia y a los prejuicios.
La crítica literaria ha considerado ese libro como una biblia “que todo adulto debería leer antes de morir”.
La obra es un relato con coraje de la autora ante el racismo y la injusticia social.
Por esa razón he elegido el contexto de esa novela para referirme a la simbología que representa Miriam Germán Brito para nuestra sociedad.
Miriam Germán es un reducto de dignidad. Su labor de décadas como jueza penal, y ahora como procuradora general de la República, es un hálito en la asfixiante atmósfera de los sombríos corrillos judiciales.
Los postulados de justicia que hoy predica vienen de lejos. En septiembre de 1993, la magistrada envío una de sus célebres cartas a Joaquín Balaguer, en la que le respondía el reproche público que el octogenario líder le hizo por una sentencia a favor de un acusado por insuficiencia de pruebas.
“Sólo cuente con nuestra sentencia condenatoria, dijo. Cuando el Ministerio Público cumpla su obligación de probar y los que investigan dejen de acomodar expedientes para luego rasgarse las vestiduras”, acotó.
Las epístolas al poder de Miriam Germán son un fehaciente testimonio de integridad de una mujer valiente que ha jugado su papel frente a los azarosos vaivenes de nuestro tiempo.
Ello explica el estupor que ha generado en la sociedad dominicana el lóbrego anuncio de que desaprensivos amenazan con tomar represalias contra la magistrada por su actitud sin dobleces ante el crimen organizado.
He dicho que conozco a Miriam Germán desde hace décadas. En los mentideros judiciales, la magistrada Germán Brito ha sabido encarnar el rol de la servidora pública que anhelamos.
Suya es la idea de que no hay peor condena para un acusado que la del prejuicio silente del juzgador. Einstein escribió que es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio.
Su investidura de magistrada fue reservorio de quienes impetraban justicia en un sistema inquisitorio sordo que se asemejaba a una larga noche bajo la sombra del poder omnímodo de Balaguer.
En esos días aciagos se ejercía la magistratura del garrote penal contra los más pobres y contra quienes luchaban por las libertades públicas.
Sigo pensando que si algún “delito” se puede imputar a la magistrada Germán Brito es aquel que advirtió Quevedo cuando dijo que, “donde hay poca justicia, es un pecado tener razón”.
Como escribió el director y editorialista de Listín Diario, la sociedad dominicana no permitirá que a esa dama la toquen, “ni con el pétalo de una rosa”.