Por Carmen Imbert Brugal
El país estrenó, en la década de los 80 del siglo pasado el law fare, antes de ser tendencia planetaria. Ese derecho penal vergonzante que analiza Zaffaroni, propicia el populismo punitivo y arrasa con el derecho al honor y buen nombre.
Asumir la plaza pública como jurado tiene inconvenientes dramáticos, irreversibles. Resulta difícil argüir principios en medio de la barahúnda. Tarea ímproba cuando la narrativa apunta a prejuzgar y condenar sin apelación y cuando prevalece la presunción de culpabilidad.
Repetir las manifestaciones de rechazo a los supuestos autores de los crímenes descritos en el caso Medusa, sería tedioso. La divulgación pormenorizada de los detalles de la acusación presentada por la PEPCA -2.07.2022- que tiene como principal imputado al exprocurador general de la República, ha convertido al colectivo en juzgador.
Con presteza envidiable, el público ha valorado 12,274 páginas y cuando comience el juicio entrarán a la sala de audiencias 41 condenados. Aunque, como ha expresado la procuradora general de la República: la presunción de inocencia no se destruye con la imputación, sino con la sentencia de condena.
Después del espanto es pertinente destacar sorpresas y misterios en la acusación. ¿Cómo pudo anidar una asociación de malhechores en el órgano responsable de la formulación e implementación de la política del Estado contra la criminalidad? ¿Cómo ningún miembro del Ministerio Público se percató de la ocurrencia?
La acusación enfrenta asimismo paradigmas fundacionales de los apóstoles de la ética. Esperaban el desfile de los habituales sospechosos, de la canalla política que pretende competir con sus clientes, beneficiarios legendarios de la impunidad, ajenos a la persecución.
Desde el caso BANINTER -2003- con aquellos banqueros involucrados en un “fraude colosal”, protectores de periodistas, artistas, militares, sacerdotes, jueces, fiscales, la nación no había visto un entramado elitista en la supuesta comisión de graves infracciones. Prestigiosos ejecutivos de 22 empresas, participaban en el festín.
Bocazas irredimibles, encargados de encubrir desmanes, están turulatos con el resultado de una investigación que defendían a contrapelo de la vulneración de derechos.
Sin redes sociales, ni proliferación de medios de comunicación, décadas atrás, la mayor agresión para debilitar la labor judicial estaba concentrada en el acoso de abogados todopoderosos, grotescos en su intermediación y en la interferencia del poder, a través de interpósitas personas, no siempre mensajeras del mandamás. La vocería mediática se encargaba de demeritar a jueces y fiscales y los pasquines circulaban con el rosario de infamias relativas a la intimidad de los representantes de la autoridad cuando no obedecían sus dictados.
Mientras los intereses políticos rubricaban denuncias y querellas, poco a poco fue irrespetándose el trabajo de investigación, acusación, instrucción, juicio. No se trataba de crímenes y delitos contra las personas sino contra la cosa pública, arma expedita para destruir adversarios. El trabajo era invalidado si no coincidía con lo deseado. Vuelve a repetirse la historia con otros matices e intervenciones, con inconformidades y ficciones. El proceso apenas comienza, habrá tropiezos y caídas. Paciencia entonces y respeto al debido proceso, como ha reclamado la experiencia de la directora de Ética Gubernamental.