Es obligado el pastiche, hilvanar párrafos de lo escrito y publicado cada enero en este espacio, para entretejer esperanzas y decepciones, susto y realidad.
Buscando y rebuscando es fácil confirmar la persistencia de los problemas nacionales, así como la manipulación para crear la percepción de su inexistencia.
En cada trabajo publicado está el rosario de enmiendas y deseos, de propuestas y frustraciones, también la algarabía que produce el comienzo, ese volver a soñar, a suponer que es suficiente el cambio en el almanaque para la transformación.
Es innegable, sin embargo, la ilusión que la tradición impone, apostar al futuro para engatusar el presente y soportar la rutina de lo imposible, ese repetir la posibilidad de un mundo mejor, de un país distinto, que se atasca cada vez que los intereses afloran y ocurre aquello de Lampedusa.
El primer mes del año, compromete demasiado. Es un lunes con un viernes lejano e insondable, quizás por eso enero tiene acopio de feriados que ayudan a repensar. Fechas patrias importantes, pausas religiosas que sirven o servían para renovar la fe, recuperar aliento, evaluar proyectos y calibrar realizaciones. Servían, porque el contagio de la inmediatez, de la lisonja barata y oportunista, de la agresividad, se aposentó en el púlpito, ocupa asimismo la oratoria en las conmemoraciones de hechos históricos trascendentes. Las prédicas semejan aquellos discursos laudatorios que cincelaron el culto a la personalidad de antiguos gobernantes.
Enero es atalaya. Cargado con propósitos y decisiones, sirve de vigía, con y sin las cabañuelas, para avizorar cómo será el talante del año, que muestra sus días sin estrenar.
El recuento de aciertos y desaciertos oficiales, de tareas inconclusas, de las permanentes contradicciones en los mensajes emitidos desde Palacio, queda en el archivo como precedente. Comienza otro ciclo gubernamental con sus desafíos, con campaña para reelección, con la intemperancia como estigma nacional. La violencia se ha convertido en pancarta, la inseguridad ciudadana atemoriza y preocupa. Retumba la agresividad en la esquina y en el sermón, en la tribuna, en la cotidianidad familiar. El odio retoza hasta en las disertaciones que antes reclamaban solidaridad, paz. Inquieta la competencia de agravios, el colectivo se estremece con el disparo y con la difusión de arengas que transmiten venganza. Es el inexplicable retorno del Dios tonante, ese que castiga sin clemencia.
Enero augura la persistencia del sadismo penal con el auspicio mayestático de los dueños de la verdad. Ciudadanos erigidos en apóstoles intocables, que pautan el decurso de las cruzadas éticas. Repartidores de virtudes con más poder que los poderes. Legislan, juzgan, decretan, hacen y deshacen sin temor a sanción o al demérito.
Y el rescate de lo escrito permite reiterar que: si diciembre es como un viernes, con sus excesos y fingimientos, su alegría y derroches, enero es ese lunes agobiante, que se enfrenta con apatía y bolsillos exhaustos. Sin excusas, con y sin ánimo, comienza la jornada impostergable que culminará después de 363 días. La fiesta pasó, asoma el 2023. Queda aquel camino de Machado, el único, el que se hace al andar.
Ojalá
Carmen Imbert Brugal