Artículo | Eusebio Leal, la voluntad de levantar un templo

Artículo | Eusebio Leal, la voluntad de levantar un templo
Por Lorenzo Gonzalo

El 31 de julio me levanté con la triste noticia de la muerte de Eusebio Leal Spengler, quien estuvo al frente de la Oficina del Historiador de La Habana, durante varias décadas.

Lo esperaba, pero no quería que llegase el momento. Me conmocionó, como pocas muertes anteriores. Tenía un carácter fuerte, pero se mezclaba con una simpatía hacia los demás poco común. No había palabra ajena que no escuchase y nunca faltaba el elogio cariñoso y el reconocimiento a quienes lo rodeaban. Nunca he visto un lugar de trabajo donde el colectivo de trabajadores en general no sintiese por él una admiración rayana en la devoción.

Hablé con Magda, Directora del programa del municipio La Habana Vieja, Jefa de Prensa y Vicepresidenta de la UNEAC, quien estaba junto a su lecho a la hora del fallecimiento; con Anita, una amiga íntima quien, junto a otros, lo acompañaron a lo largo de su dolorosa enfermedad hasta la muerte y también con Pardo, ayudante, amigo, compañero y chofer que velaba por él como velan los hijos por su padre. A todos le faltaron las palabras. Cuba acababa de perder unos de sus mejores alientos.

Sabemos que las personas, en lo referente a su trabajo, son reemplazables, pero jamás podemos sustituirlas. Unos son más difíciles de reemplazar que otros, pero el estilo, el carácter, el modo de proceder, no lo es. Este es el caso de Eusebio, como le llamaban amigos y pueblo en general.

Lo conocí informalmente, a principios de 1993 cuando asistía a un Seminario sobre Democracia Participativa, un evento convocado por cubanos emigrados en coordinación con el gobierno, dirigido por Amalio Fiallo, quien entonces residía en Venezuela. Me llamó la atención su dinamismo y la espontaneidad exacta de sus palabras en cada instante de la conversación. Lo rodeábamos un grupo de emigrados que fuimos a conocerle en medio de uno de los recesos. Eusebio siempre tuvo un especial interés por la unidad del cubano y una gran receptividad hacia la emigración a la que consideraba de gran importancia para el desarrollo del país. En una ocasión le escuché decir en una alocución pública en el parque Cayo Hueso, que “algún día el emigrado tendría derecho a votar” por los administradores del Estado. Con el tiempo llegamos a ser buenos y afectuosos amigos a través de Magda Resik, una de sus inseparables amistades y trabajadora infatigable de La Habana Vieja y la Oficina del Historiador.

Mi primera impresión, durante aquel primer e informal encuentro, fue la de alguien a quien el tiempo se le escapaba; para quien era imprescindible no perder un segundo de la existencia. Estaba vívidamente presente en la conversación y, sin embargo, estaba ausente. Parecía que había mucho por hacer y un tumulto de ideas se debatían en su interior. No obstante, seguía el hilo del tema que nos reunía, respondiendo con acierto e intercalando incluso notas jocosas, de profundo sentido. Era hombre con un gran sentido del humor.

Eusebio acompañó y colaboró incansablemente con el fundador de esa Oficina, Emilio Roig de Leuchsenring, una persona insustituible en sus funciones y difícilmente reemplazable.

Si Emilio Roig pudiese asistir en estos días al doloroso instante del deceso de Eusebio, estaría sonriendo del enorme salto en la continuidad de su obra, durante estos largos años de injusto bloqueo y carencia de recursos, los cuales no evitaron que su desprendida devoción, se impregnase en la noble voluntad de miles de artistas, artesanos, obreros especializados y lo más difícil, el entendimiento de las autoridades del gobierno, para realizar una obra que en poco tiempo adquirió la dimensión de un sagrado templo. Ésta era precisamente, la premura infinita que traslucía su conducta: salvar el patrimonio, reinventar La Habana sin que perdiese su esencia fundacional.

Luchando por un tiempo contra la marea política y “la incomprensión probable de los hombres” como decía José Martí, llegó el instante que puso en conocimiento de Fidel Castro, líder de la Revolución Cubana y entonces al frente del gobierno, la necesidad de evitar que la ignorancia borrase de aquellos adoquines y fachadas la memoria histórica que celosamente guardaban. Fue entonces que le fue encomendada la tarea, no sólo de evitar que aquello ocurriese, sino hacer lo posible y lo indecible, por levantarle el esplendor perdido por el abandono, inconsciente unas veces y cómplice otras, de las autoridades y ciudadanía en general.

Cuando era niño recuerdo aquellos callejones y callejuelas de La Habana Vieja, derruidas, ya en pleno abandono desde la década de 1940, mientras la opulencia se concentraba en la “modernidad de otra Habana” que, por razón de intereses foráneos, prefería que imitásemos un modo de vida contrario a nuestro origen español y de rancio arraigo en la Europa continental.

La acción imparable de la voluntad de Eusebio y la confianza de las autoridades en su pulcritud, devoción y amplia cultura autodidacta, hizo que regresaran los pedazos más significativos de cada siglo del desarrollo, no sólo de la capital habanera, sino de cada ciudad y Villa Fundacional del país.

No fue un político, sino un trabajador social de corazón, ampliamente demostrado por sus actos. Lo adoraban en aquella barriada inmensa en que convirtió la ciudad de La Habana Vieja. Allí las personas lo detenían a su paso para conversar con él de los más variados temas, y cuando escuchaba una queja la guardaba en su memoria y buscaba la solución más factible dentro de las limitaciones impuestas por el injusto bloqueo de Washington y los frenos internos impuestos por paradigmas difíciles, aunque no imposible, de ser vencidos.

Siendo un autodidacta obtuvo los títulos de Doctor Honoris Causa de múltiples universidades y condecoraciones de decenas de países. Algunos piensan que ha sido la persona más condecorada de la historia.

Ahora llega la hora de los hornos, la más difícil: reemplazarlo en sus funciones. ¿Quién se pondrá la sotana del presbítero incansable recorriendo minuciosamente cada obra de reconstrucción a las seis de la mañana? ¿Quién, convencido plenamente del objetivo, presto siempre a encomiar a otros, pero evasivo a los halagos? ¿Quién consciente que el socialismo es amor por la belleza, el confort necesario, el derecho a la palabra crítica como Eusebio?

No es fácil, como dice el cubano sencillo de la calle. Ojalá el sentido de la obra de Emilio, multiplicada y engrandecida por esa voluntad cuyo espíritu continuará paseando por las calles habaneras hasta el final de los tiempos, encuentre el reemplazo adecuado. Los cubanos estamos llenos de bondades y alegría, pero en ocasiones, tendemos a tomar decisiones con cierta prepotente ligereza.

Te deseamos que no descanses en paz Eusebio. Donde quiera que estés continúa visitando tu oficina, tu ministerio, la obra de tu templo imaginario y disfrutando de ese calor humano que te ofreció y continúa ofreciendo, cada ciudadano que siempre te quiso como su mejor y más venerado vecino.

Y sobre todo Eusebio: intercede a la hora de tu reemplazo.