La comunidad internacional no ha diferenciado lo urgente de lo importante cuando se trata de Haití. Pero su acción puede dar frutos si transforma la arquitectura institucional del país caribeño.
Haití es un país sin presidente electo desde que fue asesinado Jovenel Moïse en la madrugada del 7 de julio de 2022. Tampoco existe un Parlamento porque fue disuelto en enero de 2020. El poder ejecutivo es ejercido a través de un Consejo Presidencial compuesto por siete miembros nominados por diversos sectores y dos observadores. Recientemente designó a un primer ministro, Garry Conille, quien ocupó el cargo brevemente entre 2011 y 2012. Su predecesor, Ariel Henry, nominado pero nunca juramentado por Moïse, estuvo más de dos años en el puesto hasta que la presión internacional lo hizo dimitir porque vivía en Puerto Rico y no logró ningún avance importante en la pacificación del país ni respecto a la tan necesaria unidad nacional.
Al momento de la publicación de este artículo, Haití espera el despliegue de una nueva fuerza militar internacional aprobada por el Consejo de Seguridad y encabezada por Kenia. Esta es la mayor esperanza de rápida estabilización ya que el poder real lo tienen las pandillas criminales que controlan más del 80% del territorio de la capital, Puerto Príncipe. Se dedican al secuestro y la extorsión y tan solo en los primeros dos meses de 2024 dieron muerte violenta a más de 2,500 personas.
Es sorprendente decirlo tomando en cuenta su historia de inestabilidad, pero sin duda, la parte occidental de la isla Hispaniola está en su peor momento, producto de una crisis que se remonta a finales de los años ochenta. Tras el derrocamiento de Jean-Claude Duvalier (Baby Doc) no hubo un liderazgo acertado capaz de construir la convivencia democrática ni recuperar la economía del país. Dos intentos de gobiernos electos fueron derrocados en 1988 y 1991, cada uno con sus tintes ideológicos particulares: Leslie Manigat era demócrata cristiano y Jean-Bertrand Aristide un populista sin mayores definiciones ideológicas. Este último fue devuelto al cargo gracias a la intervención militar avalada por el Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) con el nombre de “Operación Defensa de la Democracia” (1994-1995).
Con su discurso incendiario, Aristide se había convertido en una figura con gran aceptación, cuyo accionar polarizante no pudo cumplir con la tarea de unir al país. En cambio, su sucesor, René Preval, con fama de hábil político, gobernó entre 1996 y 2001 pero encontró otra dificultad que trascendía sus buenas intenciones: la arquitectura constitucional existente en el país.
Los haitianos tienen un jefe de Estado que divide parte de los poderes ejecutivos con un primer ministro al que propone para que sea ratificado por el parlamento. Al no existir partidos políticos fuertes amparados en una alta participación electoral ni incentivos para el consenso entre adversarios, la norma ha sido que todo presidente encuentra grandes dificultades para la aprobación de su nominado a la primera magistratura. En el caso del primer gobierno de Preval, pasó un año y medio sin que ninguno de sus candidatos a primer ministro obtuviese la aprobación parlamentaria. Disolvió la legislatura y procedió a gobernar por decreto.
Desde el fin del gobierno de Preval hasta el año 2021, la regla ha sido el rechazo reiterado del candidato a primer ministro, las frecuentes remociones y las rotaciones constantes, al punto de que el promedio de duración de los 18 funcionarios en el cargo ha sido de año y medio.
Sin el aval parlamentario para su coordinador de gobierno, la administración carece de iniciativa legislativa, por lo que no puede presentar ningún proyecto, ni siquiera el presupuesto general. Sin este es imposible el desembolso de fondos de ayuda internacional, los cuales han sido congelados en reiteradas ocasiones. Esto empeora, por ejemplo, la situación de hambruna, que ha llegado a alcanzar a más del 40% de la población.
El Consejo de Seguridad de la ONU votó por el despliegue de la Misión de Estabilización de las Naciones Unidas en Haití (MINUSTAH), luego del segundo derrocamiento de Aristide en 2004. Tenía como objetivo desarticular a los grupos armados para así promover la gobernabilidad como resultado de elecciones libres, y estuvo en el país durante trece años. En 2006 René Preval volvió al poder. Si bien este período fue bastante más tranquilo gracias a la presencia disuasiva de los cascos azules, la situación de enfrentamiento del poder ejecutivo frente al legislativo continuó y con ella la debilidad de la institucionalidad democrática.
Por si fuera poco, el 12 de enero de 2010 el país fue destruido por un terremoto de magnitud 7.0 en la escala de Richter. Más de 200 mil personas perdieron la vida y la infraestructura crítica quedó devastada, un daño humano y material sin paralelos en el hemisferio occidental moderno. Había llegado otra vez el momento de la unidad nacional, pero las pugnas políticas siguieron y las elecciones del 2011 estuvieron marcadas por la polarización, las acusaciones, las protestas y las declinaciones obligadas de candidaturas. El principal beneficiado fue Michel Martelly, cantante de carnaval considerado ajeno a las élites gobernantes. Aunque llegó al final de su período, no pudo traspasar el cargo a un presidente electo porque en las elecciones del 2015 hubo acusaciones de fraude en beneficio del entonces oficialismo. Se acordó repetirlas y un gobierno interino le entregó el poder a Jovenel Moïse, ganador en 2016 de las últimas elecciones celebradas en el país, con altísima abstención.
La equivocación de la comunidad internacional ha sido no diferenciar entre lo urgente y lo importante cuando se trata de Haití, pues se suele enfocar en solo uno de los problemas, sea la violencia rampante del momento o la no celebración de elecciones. Por eso, la historia recurrente ha sido de intervención, aparente estabilización, retiro de la misión, retorno del caos y nuevo llamado a acción internacional, un desgarrador círculo vicioso. Toda discusión sobre Haití debe comenzar por su pacificación, sin la cual ninguna otra acción tiene posibilidades de éxito. Una vez lograda, el debate más serio atañe a su base institucional; de lo contrario, las elecciones pautadas para 2025 no serán muy diferentes a las del pasado y dejarán como resultado un país superficialmente democrático y profundamente ingobernable, en perjuicio de sus ciudadanos.