En la década de los noventa, especialistas de política internacional acuñaron el concepto de “Estados fallidos” para referirse a las naciones que son incapaces de controlar el orden social interno de sus territorios, de no garantizan a su población los servicios y bienes públicos necesarios y sus instituciones y autoridades carecen de legitimidad, según el criterio geopolítico clásico en uso.
Otro elemento tomado en cuenta por la visión clásica para definir qué es un “Estado fallido” tiene que ver con la imposibilidad de este para conservar el monopolio legítimo de la fuerza; se convierte en un ser sin vida que no es capaz de valerse por sí solo.
En los tiempos en que en los foros académicos se definía ese criterio, Haití ni Afganistán se encontraban en la lista de “Estado fallido” debido, por un lado, a un asunto geoestratégico y en razón del contexto global en el que se abordaba ese tema con preocupaciones que hoy día siguen siendo legítimas.
Bajo los mismos postulados clásicos que observa el fenómeno como un todo, se elaboró la lista de “Estados fallidos” que incluía solo a países del África Subsahariana, esto es Liberia, Somalia, Angola, Ruanda, Sudán, Sierra Leona, entre otros. Casi a final de la década de los 90s se agregaron no solo Afganistán y Haití, sino los Estados que se desprendieron de la antigua URSS y Yugoslavia, así como Albania.
A partir de la Segunda Guerra Mundial surgen factores políticos y sociales que demandan nuevas participaciones de actores emergentes que exigen respeto y reconocimiento de derechos, libertades e independencia. Ese hecho, unido a la caída del Bloque Socialista en la zona Eurasia, crea las condiciones para el deterioro de esos Estados que mantuvieron cierta estabilidad política y económica, gracias al apoyo de uno de los dos polos en disputa durante la Guerra Fría: Estados Unidos y la URSS.
EEUU con un enfoque parcial
Quienes tomaron decisiones en los últimos años sobre política exterior estadounidense (especialmente después de los atentados del 11 de septiembre) demostraron tener una visión parcial acerca de la debilidad o deficiencia de los Estados del llamado Tercer Mundo o de economías emergentes, algunos de los cuales son categorizados como fallidos.
La relevancia que toma en la agenda del Departamento de Estado el tema de las naciones con esas características, se afinca en dos factores: el posicionamiento geoestratégico que pueda tener el país en la región y la amenaza que representaría para los intereses norteamericanos.
A partir del 11 de septiembre de 2001, Afganistán se constituyó en una de las naciones de mayor peligro para la seguridad nacional de los Estados Unidos, junto a Irak, de acuerdo con la narrativa de la administración Bush, a partir de los atentados a las Torres Gemelas y en el Pentágono.
La República Islámica de Irán, que ha mantenido una fuerte rivalidad con los norteamericanos desde la Revolución Iraní de 1979, deja de ser urgencia de la política exterior estadounidense en el Golfo Pérsico en ese momento.
En el abordaje estadounidense para tratar de auxiliar a esos “Estados fallidos” se advierte la ausencia de una visión holística, opacada por dos concepciones: la primera, un punto de vista geoestratégico a partir de los intereses de los Estados Unidos en la zona, que se manifiesta con el intervencionismo, que en el caso de Afganistán valía tanto como Irak a partir del ll/9, no solo porque la zona es la que produce el 50 por ciento de las reservas mundiales de petróleo, sino por el posicionamiento militar en la región, pues el Golfo Pérsico da acceso al océano Índico y al Atlántico sur.
Para Estados Unidos, en segundo lugar, Afganistán tiene otros atractivos que no poseen los dos Estados que ocupamos la isla La Española en el Caribe. Como ocurría con las tierras americanas en la época colonial, el suelo afgano se encuentra preñado de hierro, cobre, cobalto, acero, tierras raras y litio, este último utilizado en el campo de la electrónica y para bajas emisiones de carbono.
No es casual que tras la invasión estadounidense de 2001, días después deshicieron sus maletas en el país de los Talibanes un grupo de geólogos de ojos azules.
La actitud de Estados Unidos y las demás potencias mundiales es diferente cuando se trata de Haití. Los aviones enviados a sacar de Kabul a todo ciudadano que quisiera salir, afgano o americano, dista mucho de la asumida con los cerca de 10 mil haitianos en las fronteras con México, que se ordenó su deportación en vuelos especiales.
Las riquezas bajo el suelo afgano se calcula en 3 billones de dólares. Eso explica que solo en las últimas dos centurias hayan invadido los ingleses en el siglo XlX, los rusos en el XX y los norteamericanos en el siglo XXl, lo que ha costado 100 mil víctimas de civiles afganos, entre muertos y heridos, en solo diez años. Afganistán se conoce como el “Cementerio de los Imperios”.
La comercialización del opio es otro caramelo codiciado por las distintas fuerzas externas e internas. Con la siembra, Afganistán se convierte en el mayor productor del mundo con 224 mil hectáreas. De acuerdo con cifras dadas a conocer por la ONU y el gobierno Afgano, “el cultivo total de opio fue el año pasado de un 37 por ciento más que en el 2019”.
La venta de opio en el mercado alcanza los 55 dólares por kilogramos, necesaria para los laboratorios de medicamentos o para abastecer el mercado ilegal de consumidores. En 20 años de presencia militar, los contribuyentes norteamericanos financiaron la guerra con 300 millones de dólares por día, esto es 2 billones de dólares.
¿Qué puede esperar Haití en la agenda de los países desarrollados que poco caso hacen a una nación que se desangra, que se debate en la anarquía? Claro está, Haití no tiene las riquezas de Afganistán y sí tiene mucha miseria en todo el sentido del término.
Por Rafael Nuñez.