Crónica: “San Martín”

Crónica: “San Martín”

Por Amaury Pérez Vidal

Desde que tengo memoria de mi trabajo profesional participo en las llamadas “actividades político-culturales”. Esas “actividades” son, algunas veces, un simple pretexto para celebrar lo mismo la efeméride de una gesta libertadora, un funeral, o el cumplimiento de alguna “hazaña” laboral. Alguien pronuncia unas palabras, un discurso, o varios, y después “como colofón, y para cerrar con broche de oro” el artista invitado, en mi caso un cantautor, interpreta un par de temas, alusivos o no al verdadero motivo de la actividad, y se acabó lo que se daba. A veces, según sea el “pedigrí” de los auspiciadores de estos “actos” —como también se les llama—, hay un brindis, discreto u opulento, y los concurrentes llegan por momentos, en medio de la comelata y bebedera, a olvidar de qué trató a lo que fueron convocados.

Un domingo, tarde en la noche —cerca de las doce—, hace unos catorce años, después de haber tenido una fiesta aquí en casa, totalmente intoxicado de alcohol y puros, recogiendo como podía vasos y botellas vacías, recibí una inesperada llamada telefónica. Dando traspiés salí al teléfono. Al otro lado de la línea alguien que se identificó (o creí identificar) como el “General San Martín” me invitaba al día siguiente a un evento para celebrar un aniversario del natalicio de José Martí. Toda vez que yo había grabado en 1978 un disco con una selección de su poesía, era normal que cada 28 de enero, o los 19 de mayo, día de su caída en combate, me invitaran a actividades, y martirizaran a los escuchas radiales poniendo mis canciones martianas una y otra vez. Únicamente esos dos días en todo el año, nunca más los otros 363.

La actividad era nada más y nada menos que ¡a las ocho de la mañana!, dato que no advertí en mi etílico desenfado, porque de haberlo hecho tendría que haberle respondido al “General” que era imposible; pero no lo hice, y he ahí que a las 7.00 a.m. ,estaba yo de pie, sacado a empellones de la cama por mi esposa que la noche anterior había sentenciado: “¡Mañana te levantas y cumples! ¿¡Quién te manda a hacer compromisos en el estado en que estás!?”.

El día siguiente, a punto de despertarme y mientras el cuarto giraba aún dentro de mis pocas neuronas activas, repliqué: “¿Y commmo le iba a decccir que nooo al “General San Martín”?”. Y ella ebria, pero de furia, no de bebidas espirituosas, me respondió: “¡Qué General San Martín ni qué ocho cuartos, el General San Martín murió hace siglos, era tu amigo el Teniente Coronel Martín; Vístete y dale!”.

Con una resaca insólita que no permitía que caminara en línea recta, entré en un carro militar y me llevaron a un sitio que es, o era, no sé, la sede del Departamento de Seguridad Personal adscrito al Ministerio del Interior. Allí no me estaba esperando ni siquiera el fantasma del heroico General sudamericano. Mientras buscaba a alguien que me diera una señal de en qué consistiría la actividad, pues ni lo recordaba, descubrí a un trío de ancianos con guayaberas y guitarras, e intuí que también formaban parte del elenco artístico tempranero. El nombre del trío no podía ser más desconcertante: Trío DDLF. Cuando les pregunté, en medio de mi malestar e intenso dolor de cabeza, qué significaban esas siglas, me contestaron risueños: “¡Trío de Desmovilizados de Las FAR!”. Vaya nombrecito, pensé, mientras miraba anonadado el bisoñé de uno de aquellos entusiastas vejetes que estaban más fuertes y derechos que yo.

Después de las palabras de rigor, pronunciadas por un recluta de última generación, una improvisada conductora presentó al trío que interpretó una mezcla de la Guantanamera con un bolero profundamente antimartiano, ya que hablaba de bares, rones y cantinas, haciéndome recordar, nervioso, mi festiva noche anterior.

Entonces… ¡¡¡Llegó mi momento!!! Me anunciaron como si fuera una atracción circense, el hombre elefante o la mujer barbuda, y más o menos logré llegar al escenario con cierto equilibrio y prestancia.

Pocos me aplaudieron: a las ocho de la mañana no muchos están dispuestos a mover las palmas a no ser para aplastar mosquitos. Dentro de mi cerebro un ángel y un diablillo se enfrascaban en una delirante batalla: El ángel decía: “Canta Amaury, termina y vete”. El diablillo insistía en que dijera unas palabras. De más está decir que ganó el diablillo.

Comencé dándole al escaso público presente ¡Las buenas noches!, lo que provocó algunas risitas. Acto seguido, en un malhadado intento de armonizar con el ambiente militar agregué: “¡Quizás los más jóvenes no sepan que yo he colaborado con los compañeros de la seguridad personal!”. En ese momento noté una mirada de interrogación entre los oficiales allí reunidos, y dentro de mí pensaba: “¿En qué he colaborado, Dios mío, en qué he colaborado?”, pero no alcanzaba a detenerme y les dije, ya totalmente fuera de juicio: “Ustedes se preguntarán: ¿en qué ha colaborado Amaury con nosotros?”.  Pues les diré: cuando estamos en algún acto donde ustedes protegen a los dirigentes y me dicen que no puedo pasar por allí, ¡yo no paso!.

Aquello provocó una risotada demente y colectiva. Inicié malamente los primeros acordes de mi canción “Acuérdate de abril” —que nada tiene que ver con el festivo aniversario del natalicio del Apóstol—, repitiendo, ante el desconcierto del auditorio, el mismo verso inicial una y otra vez por cuatro minutos, porque había olvidado la letra completamente. Al fin, me bajé apenado de la tarima de hormigón y desaparecí antes de que el Teniente Coronel Martín, sentado en la primera fila, pudiera hacerme comentario alguno.