Por Amaury Pérez Vidal
Hace unos años nos invitaron a la excelsa cantante cubana Esther Borja y a mí a ofrecer un concierto, juntos, en un pueblo de la antigua provincia de Las Villas en el centro del país. Yo estaba muy entusiasmado porque Esther es de las cantantes que más he admirado y respetado en mi vida.
En esa época era muy normal que las coordinaciones entre las empresas de provincias se hicieran por teléfono y como la comunicación no era buena, a veces ni nos escuchábamos.
El pianista que acompañaba a Esther, un verdadero caballero que se llama Nelson Camacho, se quejaba de que los pianos fuera de La Habana nunca estaban afinados y eso, entre dos profesionales como Esther y él, era algo atormentador. Como yo cantaba con mi guitarra no tenía esos problemas.
Me tocó a mí hablar vía telefónica, insisto en el detalle, con el organizador de aquel pequeño recital compartido y recordando las recomendaciones de Nelson le imploré que afinaran el piano en LA 440 que es la afinación más frecuente (cualquier instrumento se puede afinar en La 442 o 43… en fin). El hombre gritaba: ¿Qué me dice? Yo repetía: ¡En LA 440! ¡No lo escucho! ¿En cuánto? ¡440!, le repetía yo como un loco, los dos nos estábamos desgañitando. ¡Creo que ya entendí, no se preocupe compañero Amauris! Colgamos, llamé a Nelson y le dije que todo estaba resuelto menos el asunto de mi nombre, pero que eso no tenía importancia.
El día de la actuación salimos los tres un poco tarde de La Habana por asuntos de transporte, por lo tanto llegamos a Santa Clara cayendo la tarde y al pueblo, cuyo nombre he olvidado, casi a la hora de presentarnos.
La Casa de Cultura del sitio era vieja y de puntal muy alto. Desde afuera se notaba que casi todos los pobladores nos esperaban, al menos a Esther, y entre aplausos penetramos al recinto por la puerta principal. El espectáculo que nos encontramos nos dejó patas arriba y sin aliento. El piano estaba colocado casi tocando el techo, lo habían subido en unas diez tarimas de un pie y medio cada una, parecía una lámpara negra suspendida del cielo, Nelson tocaría a la altura de los cosmonautas en órbita. Nelson y Esther me miraron confundidos mientras yo me asustaba y preguntaba por el compañero con quien había estado hablando por teléfono. Lo localizaron y llegó apenado, le pregunté horrorizado: ¿qué es esto? y él nos dijo: Qué pena Amauris, pero no llegamos a la altura de 440, lo subimos lo más alto que nos permitió el puntal que era 335, espero que el Maestro pueda tocar ahí y nos perdonen la falta, miren ¡hasta le fabricamos esta escalerita!, dijo sonriente señalando una escalera de pino viejo. Esther y Nelson, sin pronunciar palabras dieron la vuelta y regresaron por donde llegaron. Yo, divertido e ingenuo, agarré mi guitarrita, tomé la escalera y subí los peldaños hasta los 335, afiné mi guitarra en La 440 y desde las nubes canté mi mitad del recital. Desde el cuarto que ocupaba en el hotelito del pueblo, y a través de las paredes, escuché a la gran Esther Borja carcajearse sola hasta bien entrada la madrugada.