Por Carmen Imbert | Tomado de Ojalá
Después de la evocación, los encuentros, después de ese trajinar ineludible por la infancia para intentar atrapar algo de ilusión, queda atrás la Nochebuena y también la Navidad. El eco de los cantares y de la alegría acompañará la semana, antes de enfrentar la realidad.
Un repaso de los hechos que disputaron la atención durante los días del año que culmina, produce hartazgo. Por doquier divulgan el inventario de catástrofes, afanes bélicos sin fin, amagos autoritarios, crisis de gobernabilidad, institucionalidad acosada y también demeritada. Hambruna, plagas, violencia, usurpación de funciones, abandono de derechos en procura de seguridad.
La derecha con disfraz de progre y la progresía con aprestos fundamentalistas que espantan. Aquel “prohibido prohibir”, grito alentador y promisorio, demanda esencial del 68 francés, hoy se enarbola al revés. La conquista se pervierte tras las restricciones en nombre de “lo políticamente correcto” y en los casos más patéticos “para no herir sensibilidades”, argumento usado, nada más y nada menos que por la UNESCO cuando exigió al escultor francés Stephane Simon, tapar las partes pudendas de sus estatuas para permitir la exhibición en la sede del organismo.
Pinturas, canciones, novelas, películas, poemas, célebres personajes, reciben el ucase del fanatismo inicuo. Es la resurrección del oscurantismo con quema de libros y faldones para cubrir la desnudez de esculturas y obras pictóricas.
Y aquí, lo ocurrido desde enero hasta la fecha, permite comprobar que somos rehenes de la espectacularidad y cautivos de las trampas que la comunicación tiende. Como borregos, repetimos malquerencias y también aplaudimos logros que no soportan auscultación ni réplica. Los discursos no necesitan realizaciones para ser creíbles, la reiteración convence. El asombro es tan pasajero como la intención de enmienda y la decisión de cambio. La indignación dura minutos hasta que un nuevo desastre gana atención. Nada permanece, ni el llanto por la tragedia ni el alborozo por las buenas nuevas. Entre el odio y el miedo, la intolerancia se impone y es reprochable disentir, solo la injuria compensa.
Es escasa la solemnidad, la sensatez, prevalece la espectacularidad y la desmesura en las proclamas éticas. Fascina la pelea que coloca las honras en la picota y avala la perorata insultante como si fuera parte del quehacer judicial. Luce reyerta personal cualquier imputación y lo peor es el gozo colectivo.
Sin prédica piadosa ni sermón aquietante, sin nadie que se atreva a la bienaventuranza, el año culminará con la exaltación de la fiereza. Ni la hipocresía ha ofrecido espacio para la concordia. Es una carrera sin tregua, con meta presentida. Ridículo parece aquello de hermandad y respeto, armonía y paz. La muerte seduce tanto como la venganza, la calle recoge y reparte una invencible agresividad que no cede ni con el atropello.
De nuevo el eco del disfrute, de la pausa obligada. Desaparecerán los gestos tradicionales de caridad, para paliar un día, carencias legendarias. El tren de la navidad detiene su curso. Fenece el 2022 y acecha la expectativa con el final y la incertidumbre del comienzo. Poco a poco la brisita desaparecerá y se impondrá la realidad.