El tío Yayo era un hombre fuerte, de pocas palabras y manos curtidas por el trabajo en el campo. Pero aquella Nochebuena en Jima, La Vega me regaló memorias que todavía hoy me acompañan como un tesoro.
Siempre pensé que nunca fuimos de esos hombres que escriben notas de agradecimiento o que se sientan a leerlas. En nuestra tierra, la Navidad se celebra con música, comida abundante y la familia reunida. Las tarjetas eran cosa de otros, los que podían comprarlas en la librería Valencia; nosotros preferíamos los aguinaldos, los suéteres ligeros, los perico ripiao y las tamboras que sonaban en Radio-landia hasta entrada la madrugada.
Sin embargo, hay Navidades que se quedan grabadas más que otras. Algunas se desvanecen como luces viejas que parpadean, pero la de 1975 siempre regresa a mi memoria. Ese año descubrí Cuento de Navidad de Juan Bosch y, de alguna manera, lo vi cobrar vida entre la neblina que bajaba de las montañas de Guaiguí.
De niño me fascinaba ir al mercado de La Vega en diciembre, donde los pollos vivos cacareaban junto a las cajas de ron Barceló y las uvas y las manzanas importadas llegaban como un lujo. Los árboles eran naturales, pinos traídos de las lomas, adornados con papel de colores y estrellas hechas con papel de aluminio de las cajitas de dulces. El muérdago no existía, no era costumbre criolla pero colgábamos ramas de guayaba y flores secas.
La casa se llenaba de olores: mi tía cocinaba moro de guandules con coco, mi madre horneaba bizcocho con frutas confitadas y el tío Yayo decía que los postres “tenían que llenar el estómago, no ser delicadezas de ciudad”. Había pasteles en hoja, cerdo asado y ponche casero tan espeso que parecía comida.
Pero para el tío Yayo, la Nochebuena seguía siendo un día de trabajo. Ese año yo tenía 11 años y estaba inquieto, mirando los regalos bajo el árbol improvisado. Entonces me preguntó si quería acompañarlo a la ciudad, a ver un camión Daihatsu que le habían ofrecido.
No era el mejor momento: faltaban horas para la cena, para los aguinaldos y para ver en la televisión a Freddy Beras Goico haciendo chistes navideños. Pero acepté.
La tarde estaba oscura, con neblina bajando sobre la carretera Duarte. La vieja camioneta apenas calentaba y yo me acurrucaba en el asiento. Llegamos a La Vega, donde las calles estaban llenas de gente comprando a última hora: madres con cajas enormes, padres cargando bicicletas nuevas, niños con globos. Un aguinaldo aparecía en cada esquina, uno tocando güira, otro bailando merengue típico.
El tío Yayo miró su reloj y me dijo que lo del camión era solo excusa. “Vamos a celebrar como hombres”, dijo.
Fuimos primero a una panadería y llenamos la camioneta de pan sobao y roscas dulces. Después pasamos por un colmado donde compró refrescos y unas botellas de ron para los mayores.
Finalmente, nos detuvimos en un puesto de frituras: pedimos dos preñaditos criollos y un par de chacheo tan frios que me quemaban los dedos. Comimos en la camioneta, escuchando en la radio de pila los aguinaldos y merengues de Johnny Ventura y su Combo Show.
De regreso, tomamos el camino más largo para ver las casas iluminadas con bombillitos de colores. Antes de que empezara la fiesta en casa, nosotros ya habíamos celebrado toda La Vega y parte del Cibao. Fue la mejor Navidad que recuerdo.
Nunca se lo dije en vida, pero quiero agradecerle al tío Yayo por aquella tarde. Por enseñarme que la Navidad no está solo en los regalos ni en la cena, sino en la complicidad de un paseo inesperado.
“Y siempre se dijo sobre él que sabía mantener el espíritu de la Navidad como nadie…”
Yo escucho esas palabras y no pienso en Bosch ni en su Cuento de Navidad, sino en mi tío Yayo, bajo el resplandor de una radio AM, con olor a fritura y el tictac del Bulova, un reloj barato que, por una vez, no significaba nada.









