El expresidente de la República, Leonel Fernández, manifestó que la pandemia del covid-19 ha provocado una contracción económica que no ha dejado otra opción a los gobiernos que el endeudamiento.
Así lo manifestó Fernández al encabezar el inicio del Foro Global, Foro Global Casa de Campo: Tendencias en un mundo en transformación, donde aseguró que los ingresos fiscales se han desplomado a consecuencia de la contracción económica global.
Lea aquí el discurso íntegro de Leonel Fernández:
Honorable Señora Vicepresidenta de la República, Raquel Peña,
Honorables miembros del Congreso Nacional,
Honorables miembros del cuerpo diplomático acreditados en el país,
Distinguidos panelistas,
Señoras y señores,
Al aproximarnos al segundo aniversario de la propagación del virus identificado como SARS-COV-2, el mundo se mueve, paradójicamente, en una doble dirección. Por un lado, el descubrimiento rápido de la vacuna generó optimismo y la ilusión generalizada de que nos encontrábamos en la antesala del desvanecimiento de la pandemia.
La economía empezaba a reactivarse. Los trabajadores volvían a las empresas. Los establecimientos comerciales abrían sus puertas. Los estadios deportivos volvían a abarrotarse de fanáticos. Algunos, en medio del jolgorio, abandonaban el uso de las mascarillas y proclamaban, solemnemente, el fin de la pesadilla.
Pero, desafortunadamente, no era así. Descubierta la vacuna, surgieron, sin embargo, las variantes. La Organización Mundial de la Salud (OMS) ha considerado como variantes de importancia la Alfa, la Beta, la Delta y la Gamma.
Como consecuencia de las variantes se produce un aumento de la transmisibilidad y virulencia de la enfermedad infecciosa, generándose una carrera entre la velocidad de propagación del virus y la capacidad de vacunación del mayor número de personas en el menor tiempo posible. La necesidad de vacunar es precisamente la de evitar su potencial ineficacia ante las mutaciones y nuevas variantes.
Debido a las variantes, reaparecieron, en lugares como la India, imágenes de horror, donde los fallecidos no encontraban ni siquiera espacio en los cementerios para ser sepultados. Países que habían sido considerados como exitosos en el manejo de la pandemia y en la aplicación de la vacuna, como Israel y Chile, experimentaron sorpresivos e inusitados regresiones.
Ahora, en estos días, hemos visto con preocupación el brote de una nueva variante en Sudáfrica: Omicron, la cual amenaza con hacer retroceder los logros alcanzados en la contención de la propagación del virus.
En todo caso, se ha avanzado en la lucha contra la pandemia. Frente al colapso económico global que esta provocó, los bancos centrales de todas partes del mundo, a su vez, incrementaron la emisión monetaria, a niveles sin precedentes.
Los gobiernos incrementaron el gasto público, también a niveles nunca antes vistos, con el objetivo deliberado de reactivar el crecimiento de las economías, la disminución del desempleo, la reducción de la pobreza y la promoción de la prosperidad.
Ese aumento del gasto, sin embargo, se hizo en circunstancias en que los ingresos fiscales se desplomaban, debido a la severa contracción experimentada por la economía global. Ante esa situación, no quedaba otra alternativa que no fuese el de recurrir al endeudamiento público.
Al ser decisiones racionales, desde el punto de vista económico, se tenía la creencia de que la crisis sanitaria, económica y social, suscitada por la pandemia, sería superada con mayor rapidez de lo inicialmente considerado.
Pero entonces, han hecho aparición los fantasmas de la deuda pública internacional y de la inflación. La deuda se encuentra en su más alto peldaño en la historia. Se trata de 293 trillones de dólares, equivalentes aproximadamente al 330 por ciento del producto bruto del planeta.
Las principales economías del mundo han acumulado deuda hasta por encima de 250 por ciento del producto interno bruto, generando preocupación y temor acerca de cómo semejante situación puede ser enfrentada, sin que se produzca un desplome financiero.
Por su lado, ya la inflación se ha convertido en la principal fuente de inquietud y perturbación que afecta tanto a los consumidores como a los gobiernos.
Todo ese fenómeno descrito nos conduce a la conclusión de que el mundo se encuentra en un punto de inflexión, donde a pesar de la aplicación de medidas y políticas dirigidas a alcanzar la recuperación, todavía predomine, sin embargo, la incertidumbre.
Desde los tiempos bíblicos, el mundo se ha visto azotado por calamidades, plagas, pestes, tragedias y catástrofes. En el mismo libro del Éxodo se narra acerca de las diez plagas sobre Egipto.
La conversión del agua en sangre; la invasión de ranas en los ríos; la conversión del polvo del suelo en piojos; la llegada de una nube de moscas; la peste del ganado, en la que fueron exterminados caballos, burros, camellos, vacas, ovejas y cabras; las tormentas de fuego y granizo; la plaga de langostas; la maldición de las tinieblas; y la muerte de los primogénitos de Egipto.
El Nuevo Testamento, que contiene las revelaciones a Juan y de eventos que han de ocurrir al final de los tiempos, cierra con las siete plagas del Apocalipsis. Algunas repiten las que Moisés y Aarón hicieron caer sobre Egipto, pero hay otras completamente novedosas.
En todo caso, la enfermedad contagiosa más citada en el texto sagrado es la lepra, considerada como un castigo divino.
Pero más allá de las narraciones sagradas, se sabe que ocurrieron pestes en la antigüedad clásica. Se recuerdan las de Atenas, en el siglo IV a.C., que provocó la muerte de Pericles. Para algunos, esa peste de Atenas fue de fiebres tifoideas; para otros, de viruela.
En el siglo VI de nuestra era se produjo la primera de las tres pestes negras que devastaron Europa: la Justiniana. Esta, procedente del norte de África, arrasó el imperio Bizantino, llegó a Constantinopla y facilitó su caída en mano de los turcos.
En la primera mitad del siglo XVII, se desató la gran peste de Milán, que sembró la muerte en aproximadamente 280 mil personas en las ciudades de Lombardía y el Veneto. Aunque la ciudad adoptó medidas eficaces de salud pública, incluyendo cuarentena, un importante brote surgió en 1630, debido al relajamiento o flexibilización de las medidas sanitarias durante la celebración del carnaval de Venecia.
En tiempos más recientes ocurrió la llamada Gripe Española de 1918-1919, la cual ocasionó la muerte de más de cincuenta millones de personas, contagiando, a su vez, a cerca de 500 millones de individuos.
Por su parte, la literatura de ficción ha sido prolífica en la difusión de las plagas esparcidas o diseminadas por el mundo. En Edipo Rey, una de las más destacadas tragedias griegas, Sófocles construye la trama a partir de la peste que asola la ciudad de Tebas.
Cuando, a partir de los siglos XIV y XV, el Renacimiento se proyectaba en el horizonte, dejando atrás las sombras del medioevo, vieron la luz obras maestras, convertidas en clásicos de las letras.
Es el caso del Decamerón, de Giovanni Bocaccio, cuya narración tiene lugar en medio de la epidemia de peste bubónica que devastó a la población de Florencia en el 1348; pero también de los cuentos de Canterbury, de Geoffrey Chaucer, en la que la pestilencia desatada conduce a la muerte a millares de personas en medio de una peregrinación, en la que los personajes se intercambian cuentos y anécdotas.
Conocido por su clásica novela, Las Aventuras de Robinson Crusoe, Daniel Defoe, sin embargo, habría de consolidar aún más su reputación de escritor, al publicar en 1722, Diario del Año de la Peste, en la que describe la historia de la peste bubónica que destrozó a Londres en la segunda mitad del siglo XVII.
En el relato, las medidas sanitarias de prevención eran muy semejantes a las actuales del Covid-19: Cubrirse la nariz y la boca con pañuelo (antecesor épico de la mascarilla), humedecida con vinagre. Se creía que fumar tabaco y masticar ajo incrementaba la inmunidad.
De manera explícita, escribe Daniel Defoe: “Para mi dejó fuera de toda duda que el mal se propagaba por contagio; es decir, por ciertos vapores o humos que los médicos llaman efluvios, por la respiración o por el sudor, o por el hedor de las llagas de los enfermos, o por cualquier otro medio, tal vez desconocido por los propios médicos”.
El Último Hombre en la Tierra es una novela apocalíptica de ciencia ficción publicada por Mary Shelley en 1826. Visionaria e imaginativa para su época, autora también de ese clásico que es Frankenstein, Shelley narra la historia de un mundo, el nuestro, el actual, en pleno siglo XXI, que ha sido arrasado por una plaga.
Pero si audaz resultó Mary Shelley, con presagiar con cerca de dos siglos de anticipación, la ocurrencia de una pandemia en nuestros tiempos, más sorprendente aún ocurre con Dean Koontz, el maestro norteamericano del suspenso, la fantasía, la ciencia ficción, el misterio y la sátira.
En su alucinante bestseller “Los ojos de la oscuridad”, publicada en 1981, anticipaba de forma asombrosa la actual pandemia del coronavirus. Ubicó el lugar exacto de origen del virus. Lo dijo así:
“Fue por entonces que un científico chino, llamado Li Chen, desertó hacia los Estados Unidos, llevando informaciones en un disco acerca de la nueva, más importante y peligrosa arma biológica desarrollada por China en una década. A eso le llamaban Wuhan-400 debido a que fue desarrollada en unos laboratorios de manipulación genética en las afueras de la ciudad de Wuhan y resultó ser la cepa viable número 400 de los microorganismos de creación humana que se crean en ese centro de investigación.”
Durante casi 40 años “Los ojos de la oscuridad” había permanecido fuera del interés de los lectores. Pero tan pronto algún crítico recordó la referencia que se hacía respecto del lugar donde se originó el virus de la pandemia del Covid-19, se convirtió en uno de los libros más buscados en todas partes del mundo.
Para la humanidad ha resultado desconcertante saber que un virus, con una dimensión equivalente a una diezmilésima parte de un milímetro de diámetro, imperceptible al ojo humano, haya tenido la potencia como para poner de rodillas a los cinco continentes del planeta.
Semejante acontecimiento nunca había tenido lugar en la historia. Todas las pandemias previas, por más pavorosas que fuesen, nunca habían alcanzado los niveles de propagación mundial alcanzado por la Covid-19.
Esto así, porque tampoco nunca las naciones del mundo habían vivido en unas circunstancias de interdependencia e interconexión, de carácter global, como actualmente ocurre, debido, entre otros factores, al progreso de la tecnología, el transporte, el comercio y las migraciones.
La crisis derivada de la pandemia no ha sido tan solo una crisis sanitaria, económica o social. Ha sido, en verdad, una crisis existencial y una expresión de la actual crisis de civilización que nos afecta. Millones de personas han muerto y miles de millones más han sido infectadas.
América Latina, de manera específica, ha sido la región del mundo más perjudicada por la pandemia. Con el 8 por ciento de la población mundial, dispone del 20% de los infectados y el 32% de los fallecidos, lo cual equivale a más de 1 millón 500 mil personas.
Los ritos funerarios, de entierro y cremación, han desaparecido por temor al contagio. El dolor a la ausencia del ser amado se produce sin el adiós de la despedida.
A pesar de los avances de la prospectiva, de la planificación, de la futurología o ciencia del futuro, de los modelos matemáticos, de los pronósticos o foresight, de las teorías de las probabilidades y del caos, lo cierto es, sin embargo, que los principales acontecimientos históricos de las últimas décadas han resultado ser fenómenos inesperados.
Nadie previó la caída del muro de Berlín. El desplome de la Unión Soviética y de los países de Europa del Este constituyó una sorpresa. No pasó por la cabeza de los más diestros analistas de inteligencia el que de las cuevas de Afganistán se planificarían ataques terroristas contra las Torres Gemelas de Nueva York o el Pentágono en Washington, D.C.
La crisis financiera global del 2008 fue otro acontecimiento inesperado. Tampoco nadie pronosticó el triunfo electoral de un magnate inmobiliario en la nación más poderosa del planeta, o la salida del Reino Unido de la Unión Europea.
En cambio, no ocurrió así con el caso de la pandemia. Desde principios de la década de los 80, se venían sucediendo una serie de enfermedades contagiosas que habían puesto en alerta a la comunidad científica y presagiaban un futuro sombrío.
Desde 1981 hasta la actualidad, el VIH-SIDA. En el 2002, el Síndrome Respiratorio Agudo Severo (SARS). En el 2009, la gripe A, H1N1; en el el 2012, el síndrome respiratorio del Medio Oriente (MERS); en el 2014, el brote de ébola; y en el 2015, la propagación del Zika.
Así pues, con anterioridad al surgimiento del Covid-19, se había creado, a nivel mundial, un ambiente de proliferación de enfermedades infecciosas. Varios científicos expusieron los resultados de sus investigaciones, en las cuales se anunciaba la ocurrencia inminente de la transmisión de un virus que podría afectar sensiblemente a los seres humanos.
Ya en el 2005, en la revista Foreign Affairs, el doctor Michael T. Osterholm, quien estará con nosotros en este encuentro, se cuestionaba acerca de una próxima pandemia. Más aún, la Organización Mundial de la Salud (OMS), en septiembre de 2019, antes de que el coronavirus apareciera en Wuhan, publicó un informe en el que consideraba la probabilidad de que una enfermedad infecciosa respiratoria aguda provocaría la muerte de millones de personas y la contracción de la economía mundial en más de un 6% del producto bruto mundial.
A pesar de toda esa información, que era como una especie de crónica de una muerte anunciada, los gobiernos no tomaron las medidas preventivas requeridas para mitigar el impacto que eventualmente podría tener la diseminación de la pandemia del Covid-19.
No se le prestó suficiente atención a la voz de la ciencia. Parece que se requería tener evidencias concretas de que esos pronósticos nebulosos no se reducían tan solo a elucubraciones académicas. No se actuó a tiempo. El virus, teniendo su origen en Wuhan, China, cruzó el Océano Pacífico y se instaló en Occidente.
Se desató la catástrofe. Expandiéndose a distintas velocidades, primero se propagó por los países desarrollados y luego en aquellos en vías de desarrollo. Por la magnitud de la tragedia que ha tenido lugar a nivel planetario, el mundo se ha visto estremecido por la muerte de más de 5 millones de personas y el contagio por encima de 200 millones de seres humanos.
Volviendo a la literatura, podemos hacer una breve reflexión acerca de la naturaleza humana en medio de la desgracia, como la que hemos estado atravesando desde el 2020, debido al Covid-19.
En La Peste, de Albert Camus, se observa una tendencia común del comportamiento humano en todas las epidemias. En principio, la sorpresa. En la ciudad de Orán, Argelia, donde se desenvuelve la novela, todos vivían en la rutina de sus vidas cotidianas.
De repente, aparecieron unas ratas que morían, a las cuales no se les prestó suficiente atención. Se veía como un hecho natural. Luego, la aparición y muerte de esas ratas se multiplicó y aparecieron, por contagio, las primeras víctimas humanas.
Las autoridades estaban perplejas. No sabían que hacer. Temían que, si informaban a la población, generarían pánico, pero que si no lo hacían, las muertes podrían ir en aumento. Los rumores circulaban. Los medios de comunicación ponían a la opinión pública en vilo.
Finalmente, en medio del desconcierto, se decidió el confinamiento, el distanciamiento físico, el uso de mascarillas y la búsqueda de una vacuna para enfrentar la difusión del mal.
Muchas personas vieron diluir sus sueños y aspiraciones. Se sentían apresadas en el entorno en que se encontraban. Otros no salían de la angustia y la ansiedad. Hubo quienes se aferraron a la fe. Hubo quienes renunciaron a la fe. Hubo personas solidarias, hubo también villanos. Un buen día, la peste, de manera inesperada, tal como había llegado, desapareció.
Igual, por supuesto, ocurrirá con la pandemia del Covid-19, independientemente de las variantes. Un buen día, de la mano de la ciencia y guiado por Dios, también desaparecerá.
Volveremos a vivir, como siempre, entre retos y oportunidades. Avanzaremos por nuevos caminos del desarrollo de la tecnología y de la innovación; de la creatividad, el emprendimiento y la imaginación.
Experimentaremos los desafíos de una población mundial creciente, de la pobreza, de la desigualdad y de un planeta herido por los efectos de la acción humana.
Con la sabiduría que le proporcionan sus cien años de vida, el filósofo y sociólogo francés, Edgar Morin, nos hace una advertencia. Nos indica que la humanidad debe prepararse para vivir en un mundo lleno de complejidades, donde habrá de navegar siempre en un océano de incertidumbre.
Y en efecto, así es.
Muchas gracias.