Entre miedo y aislamiento, la vida de los niños en el frente ucraniano

Entre miedo y aislamiento, la vida de los niños en el frente ucraniano

Ucrania. Con su silueta menuda al borde de la carretera y rodeada de ruinas, Lisa Shtanko acecha el paso de los soldados ucranianos, que siempre tienen algún regalo para las niñas que, como ella, viven en medio del caos de la guerra.

Lisa tiene ocho años y unos ojos azules vivarachos. Vive con sus padres en una casa junto a la carretera a la entrada de Limán, una localidad del este de Ucrania casi arrasada y rodeada de bosques transformados en campos de minas, donde tiene prohibido aventurarse.

La zona fue reconquistada en octubre por las fuerzas ucranianas, después de cuatro meses de ocupación rusa. Pero la guerra continúa, tal como recuerda la última bomba caída por la mañana cerca de su casa.

Vestida con un abrigo rosa flúor, Lisa tiene un tono de voz alegre, que no oculta su sensación de shock. En su conversación, alterna entre los regalos de los soldados, la explosión que la despertó, la cocina de su madre y las esquirlas que perforaron la puerta de casa.

“Hoy no estoy de buen humor por culpa de los bombardeos”, se excusa la niña.

Viktor, su padre, la acaricia con la mirada.

“Claro que tiene miedo. No hay nada más espantoso que la muerte que merodea a tu alrededor”, dice este electricista de 42 años, que regalará a su hija por Navidad un juguete donado por una asociación humanitaria.

Quienes todavía viven en Limán lo hacen en los sótanos de unos edificios destruidos. No hay apenas niños, y la mayoría de los vecinos que quedan son personas mayores.

Y es que muchas de las familias que huyeron “no tienen ningún motivo para volver”, dice Kostia Korovkin, padre de una niña de seis años, Nastia, escondida detrás de él. El hombre dice que no tienen adónde ir.

Sin amigos con los que jugar, Nastia pasa sus días entre el sótano y la calle, donde sale a veces con los perros del barrio. También sube de vez en cuando a la sexta planta del edificio, el único punto donde se capta internet, para poder seguir una clase.

– En un sótano de Bajmut –

En Bajmut, la guerra no acecha puntualmente, sino que golpea día y noche.

Esta ciudad es uno de los puntos clave de la línea de frente en el este de Ucrania. La artillería rusa la bombardea constantemente, y los soldados ucranianos que combaten aquí la describen como “un infierno en la tierra”.

“Hola, soy Gleb”. En el fondo de un sótano acondicionado, donde viven desde hace ocho meses unas veinte personas, un adolescente de 14 años y de rostro serio, con el pelo muy corto y un zarcillo en la oreja, estrecha con firmeza la mano de los visitantes.

Es el único menor; todos los demás niños se han marchado.

Sus días transcurren casi exclusivamente en el sótano. Se acuesta tarde, ayuda a las personas mayores y cuida del gato negro que también se ha refugiado en este espacio, donde resuena el estruendo de las explosiones.

“He aprendido a reconocer los disparos que entran y los que salen”, dice Gleb Petrov, cuyo mayor sueño es poder “salir a pasear con un amigo”.

Para matar el tiempo, hace dibujos. “No los enseño, pero me gustan”, dice. También pasa su tiempo leyendo o jugando con su teléfono, cuando hay electricidad.

“No pienso en mi futuro, porque no sé lo que va a suceder dentro de una hora o dos, o mañana”, dice el muchacho.

– Estrés crónico –

En Bajmut siguen bloqueados cientos de niños, ya que sus padres no pueden o no quieren marcharse.

“Estos niños se han hecho ya adultos”, apunta Katherine Soldatova, voluntaria de una asociación que ha instalado un refugio en el sótano de una escuela.

“Están en una situación de inseguridad permanente. El mundo puede traicionarlos a cada instante, todo puede destruirse en un momento”, explica la psicóloga Alona Yukianchuk, de la organización ucraniana SOS Children’s village.

“Lo difícil es que sus padres también están estresados y concentrados en sobrevivir”, añade.

Y ese estrés crónico “afecta la capacidad de concentración y los recursos cognitivos”, e incluso puede provocar trastornos graves a medio y largo plazo, destaca la psicóloga, que pese a todo no quiere hablar de una generación perdida.

“Voy a intentar ser un poco optimista. No hay lugar seguro en Ucrania, pero sólo un pequeño porcentaje de niños vive en la línea de frente. Necesitarán un seguimiento, pero estoy segura de que muchos encontrarán los recursos” para seguir adelante, asevera.

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