Eran un ejército mínimo, una patrulla; un pelotón chico o un escuadrón grande. Eran diecinueve terroristas, divididos en tres equipos de quince y otro de cuatro, todos árabes. Había entre ellos cuatro con habilidades para pilotar aviones. Habían hecho cursos de vuelo en Estados Unidos, y los habían aprobado.
En cada uno de los cuatro equipos de terroristas había un piloto. Los demás, llamados “los musculosos”, estaban entrenados para dominar y asesinar a los pasajeros de cualquier aeronave de línea; para degollar a los comandantes de las naves y permitir que el piloto terrorista tomara el mando, cambiara el rumbo, la altitud, el destino. No tenían demasiada práctica en aterrizajes. No les interesaba aterrizar.
La mañana del 11 de septiembre de 2001, hace veintiún años, la mañana en la que el mundo cambió para siempre, cada uno de los cuatro equipos de terroristas árabes, todos miembros de Al Qaeda, la organización liderada entonces por Osama Bin Laden, subió a un avión de línea como unos simples pasajeros.
Una vez en vuelo tomaron por asalto a la tripulación y al pasaje, asesinaron a los pilotos y estrellaron las naves, dos contra las Torres Gemelas de New York, que se incendiaron y derrumbaron, otra contra el Pentágono, sede del ministerio de Defensa de los Estados Unidos, y el último vuelo, con destino desconocido pero sospechado, la Casa Blanca, tal vez, el edificio de Naciones Unidas acaso, terminó por estrellarse en Shaksville, Pensilvania, luego de que los pasajeros intentaran recuperar el mando del Boeing 757-200.
Todo estuvo planeado al milímetro y todo salió tal como había sido planeado por los terroristas, con la excepción de la rebelión en el vuelo 93. A la cabeza del pequeño ejército estuvo Mohamed el-Amir Awad el-Sayed Atta, que pasó a la historia del terror como Atta: tenía treinta y tres años y era el mayor de los diecinueve terroristas con edades entre los veintiuno y los veintiocho años.
¿Quiénes eran esos diecinueve hombres, decididos a inmolarse, con la certeza de que subirían de inmediato al paraíso de su credo religioso y a la vera de su dios misericordioso? Sólo los años echaron algo de luz sobre sus personalidades, porque sus intenciones estuvieron siempre claras. ¿Quién hizo cada cosa?
Los vuelos secuestrados y estrellados aquella mañana de tragedia fueron:
American Airlines 11, salió de Boston con destino a Los Ángeles. Atta fue el piloto terrorista. Estrelló el Boeing a las 8:45:27 contra la Torre Norte del World Trade Center. Murieron los sesenta pasajeros y tripulantes, y los cinco terroristas.
United Airlines 175. Salió de Boston también con rumbo a Los Ángeles. Marwan al-Shehhi fue el piloto terrorista. Estrelló el avión contra la Torre Sur del World Trade Center a las 9:03:42, sólo dieciocho minutos después de que Atta estrellara el suyo. Es la única imagen de los ataques transmitida en directo. Murieron sesenta pasajeros y tripulantes y los cinco terroristas.
American Airlines 77. Un Boeing B757 que había despegado del aeropuerto Dulles de Washington con destino a Los Ángeles. El terrorista Hani Hanjour lo estrelló contra el Pentágono a las 9:37:44. Murieron sesenta y cuatro personas y los cinco terroristas.
United Airlines 93. Había despegado del aeropuerto de Newark, en New Jersey, con destino final en San Francisco. Su piloto, Ziad Jarrah y sus cuatro cómplices no pudieron manejar la revuelta de los pasajeros. El avión cayó en Shaksville, Pensilvania y murieron sesenta y cuatro personas y los cuatro terroristas. Los muertos en las Torres gemelas están fijados en 2.996 más veinticuatro desaparecidos.
Atta fue el artífice del desastre. Era un ingeniero egipcio que había nacido en 1968, tenía treinta y tres años el 9/11, y había estudiado arquitectura en la Universidad de El Cairo.
En 1990 estudió en el Instituto de Tecnología de Hamburgo, Alemania; entró en contacto con la mezquita al-Quds, conoció allí a al-Shehhi, que sería piloto del avión que estrelló en la Torre Sur, a Ziad Jarrah, el piloto del avión que cayó en Pensilvania y a Ramzi bin al Shibb. Juntos conformarían el embrión de la “célula de Hamburgo” de Al Qaeda.
Atta conoció a Bin Laden en Afganistán, a finales de 1999 y principios de 2000. Todos fueron reclutados por el propio Bin Laden y por Khalid Sheikh Mohammed, un pakistaní considerado el cerebro de los ataques del 11 de septiembre, hoy en prisión, en manos de Estados Unidos, y a la espera de juicio.
A mediados de 1998, Bin Laden había lanzado una “fatwa” contra Estados Unidos y su pueblo”. Una fatwa, como la que pende del escritor Salman Rushdie, atacado a puñaladas el pasado 13 de agosto, es un mandato religioso con fuerza legal, según la ley islámica.
La célula de Hamburgo llenaba las expectativas de Bin Laden, espoleadas por Khalid Mohammed que ya en 1996 había planeado el secuestro de diez aviones para atacar objetivos emblemáticos de Estados Unidos en las costas Este y Oeste. Bin Laden había rechazado aquella idea por impracticable. Pero ahora, a menor escala, la juzgaba posible. Atta era su hombre. Y para Atta, Bin Laden era el hombre de su destino. La célula volvió a Hamburgo para esperar instrucciones.
En marzo de 2000, Atta ya había enviado mails a treinta y una escuelas de vuelo americanas para conocer el costo de los cursos y las posibilidades de alojamiento. Todo sería pagado por Al Qaeda a través de transferencias encubiertas.
Para no llamar la atención, para no ser identificado como un musulmán radicalizado, Atta se afeitó la barba, empezó a vestir ropas más occidentales y evitó visitar las mezquitas calificadas como “extremistas” por las autoridades alemanas.
El pequeño ejército de Atta, se unió a la célula Hamburgo con celeridad. Todos habían prometido dar su vida por Bin Laden, casi todos habían nacido nacidos en Arabia Saudita y muchos habían combatido en Chechenia, o al menos lo habían intentado. Empezaron a llegar a Estados Unidos, con visas saudí árabes, en los primeros meses de 2001.
En el verano boreal de ese año, Atta, Jarrah y Shehhi cruzaron Estados Unidos de costa a costa y en vuelos regulares, para estudiar el trabajo de las tripulaciones y sus rutinas, y dilucidar también si había alguna forma de abordar esos vuelos con algún tipo de arma.
El entrenamiento del pequeño ejército estaba a pleno: Atta viajó a España para informar a Al Qaeda cómo iban los planes, Jarrah y Hanjour (que serían los pilotos de United 93 que cayó en Pensilvania y del American 77 que se estrelló en el Pentágono, estudiaban rutas de vuelo de New York y Washington y alquilaron pequeños aviones para practicar vuelos a baja altura.
Surgió entonces un tropiezo: Bin Laden estaba ansioso y frustrado y presionó a Khalid Mohammed para que desatara la operación: primero sugirió que fuese en mayo, a modo de “celebración” del atentado contra el destructor americano USS Cole, cometido siete meses antes, el 12 de octubre de 2000, por dos terroristas suicidas de Al Qaeda.
El ataque mató a diecisiete marineros y dejó treinta y nueve heridos. Luego, Bin Laden sugirió que el ataque a Estados Unidos con aviones comerciales secuestrados debía hacerse en junio o julio de 2001, cuando Ariel Sharon, líder del partido opositor al gobierno de Israel, visitara la Casa Blanca que habitaba desde enero George W. Bush. Las ansias de Bin Laden siempre tuvieron un freno: Atta decía que no daría un paso hasta que no se sintiese preparado.
Recién a finales de agosto, Atta informó a Al Qaeda cuándo sería el ataque: el segundo martes de septiembre. Aún hoy es un misterio el porqué de esa decisión.
Los investigadores sugirieron siempre tres posibilidades: según los estudios hechos por los terroristas los martes era un día de escaso flujo de pasajeros (de hecho, en los cuatro aviones secuestrados viajaban menos de cien personas) y sería más sencillo dominar al pasaje y a la tripulación; la segunda posibilidad sugirió que, a modo de ironía, Atta vio en la fecha 9/11 un remedo del tradicional número de emergencias policiales, 911,en Estados Unidos; la tercera opción decía que eligió ese día a manera de una histórica revancha: el 9 de septiembre de 1683 empezó la llamada Batalla de Viena, que terminó en una humillante derrota del Imperio Otomano a manos de fuerzas cristianas, y marcó el inicio de la decadencia del Islam en Europa.
Para cuando se acercaba la fecha del ataque. otros miembros del pequeño ejército de Atta parecían estar alejados de la historia y de los símbolos religiosos, incluso de las rígida, invariable ley islámica.
A principios de septiembre, próximos a matar, a morir y al inminente paraíso, algunos de los miembros del ejército Atta se enfocaron en deseos más terrenales. En vísperas del ataque, Abdul Azis al-Omari y Satam al-Suqami, dos de los “musculosos” que abordarían con Atta el vuelo American Airlines 11, pagaron algunos cientos de dólares, aportados por Al Qaeda, por los servicios de dos prostitutas contratadas a un servicio de “escort” llamado “Sweet Temptations, Dulce Tentación”.
Uno de ellos volvió a pedir los servicios de las damas dos veces en un día. En New Jersey, otro de los “musculosos” que asesinaría a los pilotos del vuelo 93 pagó también unos cuantos dólares por un servicio llamado “danza privada” en el Salón Vip de un “bar a go-go”.
Ziad Jarrah, el piloto terrorista del United 93, fue recordado por sus compañeros de la escuela de aviación en la que cursó seis meses, de junio de 2000 a abril de 2001, por ser un buen bebedor de cerveza, impensable en un obediente del Islam.
El propio Atta se había emborrachado, junto a Shehhi, el piloto que estrelló su avión en la Torre Sur, en el Shuckum’s Oyster Pub and Seafood Grill, un bar de deportes en Hollywood, Florida, durante sus cursos de vuelo. El gerente del bar, Tony Amos, diría más tarde que Atta tomaba vodka con jugo de naranja y Shehhi ron con Coca Cola.
Recordó que en una ocasión: “Los dos estaban intoxicados; Mohammed más: arrastraba la voz y tenía un acento muy particular”.
Saciadas las ansias terrenales, tal vez no todas, los terroristas se prepararon en Boston, en Washington y en New Jersey para el que juzgaron su momento supremo.
En la mañana del 10, Atta dejó el Milner Hotel, en Boston. Llevaba un equipaje normal y uno de mano, marca Travelpro, esos bolsos semi rígidos, con ruedas y una manija extensible que los hace transportables, y que caben en el portamantas de los aviones.
Si alguien hubiese mirado atentamente lo que contenía el bolso de mano, hubiese pensado en un devoto musulmán que había aprobado sus cursos de vuelo. Junto al Corán y a un libro de oraciones, el bolso contenía unas lecciones en video sobre cómo volar dos tipos diferentes de Boeing y un manual de procedimientos para simuladores de vuelo.
También había guardado en ese bolso, que llevaría consigo a bordo, una especie de navaja plegable y un pequeño aerosol con gas pimienta, marca “First Defense”. Por entonces, las normas de seguridad permitían llevar a bordo navajas con hojas de acero que no excedieran las cuatro pulgadas, unos diez centímetros. Después de ese día, todo iba a cambiar para siempre.
También, escondida en un bolsillo interno del equipaje de mano, había una carta de cuatro páginas, escritas a mano, en árabe, que pintaba las intenciones físicas y espirituales de su dueño.
La carta estaba dividida en tres secciones y precisaba detalladas instrucciones, y exhortaciones, sobre el martirio y los asesinatos en masa. Abarcaba desde al arreglo personal hasta las tácticas de batalla e incluía para los mártires la certeza de la vida eterna en compañía de “ninfas”.
Después de las invocaciones formales, “en nombre de Alá, el compasivo, el misericordioso”, la primera sección, titulada “La última noche”, aconsejaba:
“Abrace la voluntad de morir y de renovar su lealtad”.
“Aféitese el vello corporal extra y use colonia”.
“Rece”.
“Familiarícese bien con el plan en todos los aspectos y anticipe las reacciones y la resistencia del enemigo”.
“Lea Al-Tawabh (Arrepentimiento en el Corán), y reflexione sobre su significado y sobre lo que Alá ha preparado para los creyentes y los mártires en el Paraíso.”
“Examine su arma antes de partir y, como le fue dicho, cada uno de ustedes debe afilar su hoja, salir y llevar a cabo su sacrificio”.
Copias de esa misma carta estaban ya en manos de al menos otros dos terroristas: uno integraba el equipo de New Jersey y el otro afilaba sus armas en las afueras de Washington.
Atta dejó el hotel de Boston en la mañana del 10 y subió al Nissan Altima azul alquilado, para buscar al hombre que había escrito las cartas, o al menos al que las había copiado: era Abdul Azis al-Omari, de veintidós años, el mismo que en esos días había pedido delivery de prostitución al “Sweet Temptations”.
Manejaron hasta el hotel Comfort Inn de South Portland, Maine, adonde llegaron a las cinco y cuarenta y tres de la tarde. Los vieron cargar combustible en una estación de la Exxon, retirar efectivo de dos cajeros automáticos de ATM y hacer unas compras en una tienda Wal-Mart. Según el FBI, comieron en un local de Pizza Hut y pasaron la noche en la habitación 232.
Al día siguiente, 11 de septiembre de 2001, Atta y Omari llegaron a las cinco cuarenta de la mañana al Jetport Internacional Airport de Portland, donde dejaron estacionado su Nissan alquilado y abordaron, a las seis, el vuelo BE-1900C de Colgan Air, una empresa pequeña, un avión pequeño, para hacer el breve trayecto hacia el Aeropuerto Internacional de Logan, en Boston.
También es un misterio por qué los dos terroristas eligieron ese vuelo corto y llegar al aeropuerto de Boston con un vuelo de conexión para abordar el American Airlines 11.
Los investigadores presumen que fue un intento por no llamar la atención: esa mañana habría en el aeropuerto demasiados pasajeros de Medio Oriente: Atta, Omari, los otros tres terroristas que abordarían con ellos el vuelo 11 y los cinco que subirían al United 175, ambos se estrellarían contra las Torres Gemelas. También es posible que Atta y Omari hayan pensado que en el pequeño aeropuerto de Portland las medidas de seguridad serían más laxas.
Atta chequeó dos equipajes de mano: su Travelpro negro y un bolso con ruedas, color verde, de Omari. En su interior estaba el pasaporte de Arabia Saudita de su dueño, su libreta de cheques, un diccionario árabe-inglés, tres libros de gramática inglesa, un pañuelo, un billete de veinte dólares, un frasco de champú anticaspa Brylcreem y otro de perfume. Todavía se podían cargar esas cosas en el equipaje de mano.
En el momento de recibir su tarjeta de embarque, Atta pidió al agente del aeropuerto de Portland su tarjeta para el vuelo 11 de American Airlines con el que tenía conexión para volar de Boston a Los Ángeles.
El agente le dijo que tenía que hacer un nuevo chequeo en Boston y la cara de Atta se transformó. El despachante recordaría luego que Atta se quejó: a él le habían dicho que sólo era necesario un “check in”, El empleado, que notó su furia, le dijo con calma que mejor se apuraba, si no quería perder el vuelo a Boston.
A las cinco y cuarenta y siete, Atta y Omari pasaron sin dificultades por el detector de metales, calibrado para sonar ante la cantidad de metal de un arma de fuego o de un cuchillo grande. También pasaron el control de rayos X de sus equipajes de mano.
Atta mostraba un rostro severo, estaba vestido con una camisa azul oscuro y pantalones también oscuros, podía pasar por el uniforme de un piloto. Omari, en cambio, vestía una camisa en la gama del crema y pantalones caqui.
El equipaje de bodega de Atta fue retenido para un chequeo extra de seguridad en busca de explosivos. La selección fue hecha por un programa que había empezado a funcionar en 1997 y conocido como CAPPS, Computer Assisted Passenger Prescreenings System, que usaba un algoritmo para determinar por azar cuáles equipajes chequear y evitar de esa forma quejas basadas en actos de discriminación basados en la raza, la etnia, la nacionalidad o el origen del pasajero.
Pero el aeropuerto de Portland no tenía un equipo detector de explosivos, y las valijas no eran abiertas: quedaban en espera hasta que su dueño subía a bordo. Esa medida permitía evitar el envío de un equipaje de bodega con un explosivo y sin dueño a bordo. Nadie pensaba entonces en un comando suicida. Cuando Atta subió al avión, su equipaje fue cargado en la bodega.
La norma de seguridad también fijaba que, a equipaje elegido, pasajero cacheado: el dueño de la maleta seleccionada por el programa CAPPS debía ser revisado por la seguridad del aeropuerto, al igual que su equipaje de mano.
Eran medidas que tomaban tiempo, demoraban los vuelos, trababan las conexiones con otros vuelos y también provocaban quejas y frustraciones. Poco a poco, esa regla adicional fue eliminada. En el aeropuerto de Portland, en la mañana del 11 de septiembre, nadie cacheó a Atta o a Omari, y tampoco revisaron de manera manual sus bolsos de mano.
No se sabe cuáles efectos habrían tenido esas revisiones en los planes de los terroristas, En los meses anteriores al ataque, Atta había comprado dos cuchillos, o pequeñas navajas Swiss Army y una herramienta múltiple Leatherman que incluía una cortaplumas.
En su reciente viaje a Madrid, Atta había revelado a sus contactos de Al Qaeda que él y dos de los pilotos entrenados de su pequeño ejército, Ziad Jarrah, que abordaría el vuelo United 93, y Marwan al-Shehhi, que pilotaría el United 175, se las habían ingeniado para llevar a bordo dos “cutters” de los usados para cortar cajas de cartón.
No es posible saber si Atta y Omari llevaron a bordo alguna de esas armas. Si lo hicieron, no fueron detectados, o los rayos X tomaron esas cuchillas y navajas como dentro de los límites de cuatro pulgadas, diez centímetros, pasibles de integrar el equipaje de mano de un pasajero.
A las seis cuarenta y cinco, el avión de Colgan Air llegó a Boston y Atta y Omari, pasaron sin problemas por el scanner de seguridad del aeropuerto Logan. Tenían tiempo de sobra para abordar el vuelo 11 de American Airlines con destino a Los Ángeles, destino que nunca iba a alcanzar.
A las siete y treinta y nueve, Atta y Omari subieron al avión y se sentaron en las butacas 8D y 8G, el par medio de la configuración dos, dos y dos del Boeing. En primera clase ya estaban sentados los hermanos Wail y Waleed al-Shehri, en los asientos 2A y 2B, cercanos a la cabina de los pilotos: el avión no tenía fila 1.
El quinto miembro del grupo, Satam al-Suqami, de Arabia Saudita, también estaba sentado en la butaca 10B, sobre el pasillo, dos filas detrás de Atta y Omari. El jefe del servicio de vuelo de American Airlines 11, Michael Woodward, dio la bienvenida a bordo a todos los pasajeros.
En Washington, en el aeropuerto Dulles, y en el de Newark, en New Jersey, el pequeño ejército de Atta hizo lo mismo: abordaron sus aviones, ocuparon sus asientos y esperaron.
Después, los aviones despegaron.
Fuente: Infobae