Santa Teresa, Estados Unidos. M. llevaba meses saliendo con L. cuando un test de farmacia la sacudió: estaba embarazada. La pareja de adolescentes no dudó: “No queríamos un hijo”. Pero viviendo en Texas, con leyes cada vez más restrictivas contra el aborto, el “positivo” desató una carrera contra el tiempo.
Los adolescentes, que pidieron anonimato debido al estigma del aborto en Estados Unidos, viven en San Antonio.
Tenían apenas un mes juntos en septiembre de 2021 cuando entró en vigencia en el estado conservador la llamada “Ley del latido del corazón”, que prohíbe el aborto una vez detectada la actividad cardíaca del feto, alrededor de las seis semanas.
Pero no era un tema que le interesara.
“No crees que te afecta hasta que estás en los zapatos”, dice M. sujetando la mano de L., quien agrega: “Seis semanas no es nada, cuando te das cuenta del atraso, ya pasaron casi seis semanas”.
M. tiene 17 años y no quiere ser madre tan joven. Para L., de 19 años, el dinero es el principal impedimento.
“Yo crecí en un hogar pobre, sólo con mi mamá, yo sé lo que es. No quiero que un hijo pase por lo que yo pasé, quiero darle mejores oportunidades”, dice L. Este joven atlético y prácticamente escondido bajo lentes de espejo y una máscara trabaja en un 24 horas. “¿En cuatro o cinco años? puede ser, pero no ahora”, dice L. reclinándose en la silla de la sala de espera de la clínica.
– “No es su decisión” –
La pareja descubrió el “localizador de aborto” en internet. El portal ubica la clínica más próxima dependiendo de la edad, lugar de residencia y la fecha del último período.
La pareja descartó las pocas opciones en Texas. “No queríamos correr el riesgo de que el corazón estuviese latiendo y nos impidieran abortar”.
Luego, tres clínicas de Louisiana, al este. Pero ninguna tenía cupo inmediato.
Finalmente apareció la Clínica para la Salud Reproductiva de las Mujeres, en Nuevo México, estado donde el aborto está amparado por las leyes.
Llamaron y consiguieron una cita para la misma semana.
“No me lo creía. Incluso revisé las reseñas en internet para ver de qué se trataba”, dice L.
La pareja trazó un plan: saldrían el jueves a las 10pm, al terminar el turno de L., y regresarían el viernes en la mañana a San Antonio luego de la consulta que demora menos de una hora.
L. tomó un enorme energizante a mitad de viaje para mantenerse despierto, mientras M., que ya comenzaba a tener náuseas, dormía.
Después de nueve horas de volante, cruzaron la frontera de Texas en la mañana.
“Nuevo México te da la bienvenida”, anuncia una valla azul celeste del lado derecho de la carretera. Cinco minutos después llegaron a la clínica que opera en un pequeño edificio comercial marrón de la fronteriza ciudad de Santa Teresa.
Estacionaron en la puerta de la clínica. Dos personas les gritaron desde la acera que reconsideraran su decisión.
“Intentaron acercarse y hablarnos, pero no es una decisión que les corresponda a ellos”, dijo L., que agitaba su pierna sin parar en la sala de espera.
M. entró sola al consultorio. El obstetra realizó el ultrasonido. Con ocho semanas, estaba dentro del plazo legal de diez semanas para el procedimiento con pastillas en Nuevo México.
En una sala contigua M., que llevaba suelto su cabello lacio y rubio, y vestía un conjunto negro deportivo, escuchó instrucciones detalladas y firmó documentos que fueron archivados junto a la imagen de su ultrasonido en una carpeta fucsia.
“Vas a tomar una pastilla ahora. Mañana en casa vas a colocar otras cuatro debajo del labio superior. (…) Vas a sangrar y a sentir dolor abdominal, es normal (…) Te vamos a llamar en dos días para ver cómo sigues”, explicó la asistente médica durante unos quince minutos de conversación.
En otro consultorio, el obstetra la esperaba con un comprimido de Mifepristone, que bloquea la producción de hormonas que el útero necesita para mantener el embarazo, y un sobre con instrucciones, un número de teléfono para emergencias y cuatro pastillas de Misoprostol, que impulsa el sangrado.
“Asusta un poco”, dijo M. al volver a la sala de espera.
La joven decidió no contarle a su mamá por “vergüenza”. “No me tomaba las píldoras [anticonceptivas] bien, pero ahora aprendimos la lección”, dice apretando el brazo de su pareja, quien sonríe mirándola y reciprocando el gesto.
“Estoy segura que ella entendería pero me da pena. Sé que no estoy haciendo nada malo, pero ves a la gente juzgando, hacen que uno se sienta un poco avergonzado”.
Con otras nueve horas de carretera por delante, L., que sigue moviendo la pierna derecha enérgicamente, dice no estar cansado: “Estoy listo para volver a casa y dejar esto en el pasado”.