Tras 27 años de casados, tres hijas, y US$130 mil millones para repartir, el fundador de Microsoft y su mujer decidieron poner fin a su matrimonio. Por qué Melinda fue desde el primer momento mucho más que la esposa del magnate.
Hija de un ingeniero aeroespacial y un ama de casa, y primera en su clase desde la escuela primaria, Melinda Ann French tenía ofertas de trabajo de varias compañías cuando sumó un MBA a sus títulos en Economía y Ciencias Informáticas de la Universidad de Duke. También eso deslumbró a Gates –el mayor caso de éxito conocido de un alumno que haya abandonado Harvard–, que bromearía orgulloso al respecto durante toda su relación: su mujer estaba mucho más educada que él.
En su libro de memorias, The Moment of Lift: How Empowering Women Changes the World (2019), un disparador para hablar de equidad de género, la cuestión en la que más se ha concentrado desde su fundación, Melinda cuenta que llegó a Microsoft siguiendo el consejo de un gerente de Recursos Humanos de IBM, donde estaba haciendo una pasantía: “La nuestra es una gran empresa, pero lo que va a crecer Microsoft es una locura. Si tenés el talento que creo, tus chances de hacer carrera ahí como mujer van a ser meteóricas”.
No podía prever, claro, que muy pronto conocería al CEO de la compañía en la que en cuanto puso un pie sintió “que estaba viendo el futuro”, y que lo que iba a cambiar de forma meteórica no solo sería su carrera, sino el resto de su vida. Melinda tenía entonces 23 años y era una de las pocas chicas en el gigante de software, y aunque estaba fascinada con el trabajo y las oportunidades, en algún momento pensó en renunciar: “El problema era la cultura, competitiva a un extremo en el que no importaba cuán casuales fueran las reuniones, cualquier debate era una batalla hasta el último dato, como si todos estuvieran ensayando siempre la estrategia para presentarle a Bill”.
En efecto, las oportunidades se daban a la velocidad de la tecnología. Era 1987 y hacía cuatro meses que era gerenta de producto de Microsoft en Seattle, cuando viajó por primera vez a Nueva York para participar de una feria comercial, que terminó con una comida en la que se sentó junto a Gates. “Fue mucho más gracioso de lo que esperaba”, diría ella después.
Algo quedó pendiente esa noche y, cuando volvieron a verse meses más tarde, en el estacionamiento de la compañía en Seattle, él no dudó en invitarla a salir. Eso sí, lo hizo con todo el romanticismo del que era capaz un joven de 32 años que se había hecho millonario programando computadoras: “¿Estás libre el viernes a la noche dentro de dos semanas?”. Ella se rió: “¿Cómo vas a saber eso con tanta anticipación? ¡Mi agenda no llega tan lejos! ¡Si querés salir conmigo vas a tener que ser más espontáneo!”.
Gates estaba descolocado: desde su primer encuentro, había hecho todas las averiguaciones posibles sobre su empleada y había planeado meticulosamente ese cruce casual. En general, nadie se reía de él ni le decía que no, todos trataban de complacerlo. Dos horas después llamó por teléfono a Melinda. Le explicó que su agenda estaba siempre desbordada, aunque realmente quería verla: “Ahora mismo tengo dos reuniones más y una cena pero, ¿te gustaría que fuéramos a tomar algo después?”. Ella aceptó: “Creo que eso es un poco más espontáneo, sí”.
Educar a su futuro marido en la espontaneidad iba a resultar un trabajo casi tan arduo como su rol al frente del desarrollo de productos icónicos como el programa Bob –del que surgió la tipografía Comic Sans–, la web Expedia y la enciclopedia Encarta. Enseguida descubrieron que tenían muchísimo en común: los dos amaban los rompecabezas y los dos eran tremendamente competitivos.
“Creo que realmente lo intrigué cuando le gané en un problema matemático y la primera vez que jugamos al Clue, el juego de mesa en el que tenés que ver quién mató a quién en qué habitación y con qué arma –escribe Melinda en sus memorias, prologadas por el ex presidente Barack Obama–. Me dijo que tenía que leer El Gran Gatsby, su novela favorita, y se quedó mudo cuando le contesté que ya la había leído dos veces. Creo que en ese momento se dio cuenta de que había encontrado su match”.
Estaban recién casados cuando la revista Fortune reveló que la mujer de Gates había sufrido “una crisis personal”. La pareja no lograba ponerse de acuerdo sobre los planos de la casa de más de 12.000 m2 que iban a compartir en las afueras de Seattle. Bill se había decidido por un diseño que parecía el sueño húmedo del personaje de Tom Hanks en Quisiera ser Grande: tendría varios garages, un enorme cuarto con una cama elástica, una pileta cubierta, una sala de cine con máquina de hacer pochoclo, y los suficientes displays tecnológicos como para que sintieran que estaban viviendo “dentro de un video juego”. “Es un caos”, decretó ella, que consideraba imposible que en esas condiciones la mansión pudiera llegar a ser un buen lugar para formar una familia.
Finalmente, llegaron a un acuerdo. Sumaron espacios íntimos, un estudio para Melinda, y una vista más abierta a los jardines. Ahora también trascendió que aunque la pareja no firmó un acuerdo prenupcial, los planos de aquella casa no fueron lo único que negociaron. Antes de conocer a Melinda, Gates tuvo una relación de varios años con la emprendedora de software Ann Winblad, a la que nunca olvidó.
Son muchos quienes, ahora que los Gates anunciaron su divorcio, han puesto los ojos en la empresaria de 70 años y casada con el hermano del actor Kevin Kline, con quien el matrimonio se asoció incluso comercialmente en Hummer Winblad Venture Partners, una empresa de riesgo centrada en la inversión en software. Y nadie puede decir hasta el momento que no haya sido parte de un acuerdo de una pareja en la que todo estaba calculado: hasta los hijos.
Como padres fueron igual de prácticos. Melinda quedó embarazada de su hija mayor dos años después del casamiento, justo antes de unas vacaciones en China. “Era un viaje importante para nosotros, porque él nunca se tomaba tiempo fuera de la compañía”, cuenta la filántropa en su libro, donde confiesa que estuvo a punto de ocultárselo a su marido. “El estaba feliz, y no podía creer que yo hubiera pensado en no decírselo. Pero mucho menos que yo hubiese tomado la decisión de dejar de trabajar cuando naciera Jennifer”, escribe.
Ferviente defensora de los derechos de las mujeres, Melinda está consciente de que pudo tomar esa decisión porque tenía el dinero para hacerlo, aunque Bill se sintiera entonces devastado de perder momentáneamente a su socia en la compañía. “Le dije: tenemos la suerte de no necesitar de mis ingresos. Esto es acerca de cómo queremos criar a nuestros hijos. Vos no vas a trabajar menos horas, y yo no veo la manera de sumarle a mi día las horas que necesito para hacer bien mi trabajo en la oficina y en casa al mismo tiempo”.
Pronto llegarían también Rory (21) y Phoebe (18), y pese a que la pareja siempre se mostró unida, en su libro Melinda también reconoce que se sintió sola durante la crianza de sus hijos y que eso hizo que a veces su matrimonio fuera “increíblemente difícil”. “Bill era todo el tiempo el CEO de Microsoft. Estaba más que ocupado, todo el mundo lo necesitaba más que su familia. Y yo pensaba: ‘OK, a lo mejor él quería ser padre en teoría, no en realidad’”. En una nota que le dio al Sunday Timespara sus Bodas de Plata, confesó: “Me acuerdo de días en que estar juntos fue realmente tan duro que me preguntaba, ‘¿Puedo hacer esto?’’
Para el 2000, habían alcanzado un nuevo acuerdo como los socios que siempre habían sido: Bill iba a ocuparse de más tareas relacionadas con la crianza, empezando por llevar a las chicas al colegio, lo que demandaba dos horas diarias. Y realmente iban a volver a ser una sociedad profesional: Melinda no iba a regresar a Microsoft, por el contrario, era Bill el que iba a dejar su puesto de CEO para poderle dedicar más tiempo a su familia y a su nuevo proyecto común, la Fundación Bill & Melinda Gates.
El costado filantrópico del magnate había sido impulsado por su mujer desde los inicios de la pareja, como un homenaje a su suegra. La madre de Gates, una empresaria pionera que murió de cáncer de mama seis meses después del casamiento de su hijo, le dio una carta a Melinda un día antes de la boda que decía: “De aquellos a los que se les da mucho, se espera mucho”. La primera iniciativa filantrópica del matrimonio fue muy poco después de su muerte y con ayuda del padre de Gates, por lo que llevó su nombre, William Gates.
Desde 2000 la fundación –que ya anunciaron que seguirá adelante pese al divorcio– ha invertido miles de millones de dólares en la lucha contra enfermedades infecciosas y en la vacunación de niños. Una de las causas que apoyaron fue la erradicación de la polio salvaje en África, que se logró en agosto de 2020. Como una de las entidades filantrópicas más importantes del mundo, con fondos de cerca de US$50.000 millones, la entidad donó en 2020 US$1.750 millones a la lucha contra el coronavirus. Además, junto a su amigo y magnate Warren Buffett, están detrás de la iniciativa Giving Pledge, que insta a los multimillonarios a comprometerse a redistribuir la mayor parte de su riqueza.
A los 56 años, Melinda Gates “es cada vez más visible en la configuración de la estrategia de su fundación, resolviendo desafíos globales difíciles desde la educación y la pobreza hasta la anticoncepción y la salud”, sostuvo Forbes, que en 2020 la ubicó en el quinto puesto de la lista de las 100 Mujeres más poderosas del mundo. En el ranking de las filántropas, quedó primera.
¿Qué hará ahora que “después de mucho pensar y trabajar” decidió ponerle punto final al menos a una parte de la sociedad que durante 27 años formó con el creador de Microsoft? Como ella misma dijo alguna vez, hay decisiones que son más fáciles de tomar cuando se tiene el dinero para hacerlo, y ellos tienen US$130 mil millones y la heredada convicción de que su deber es ser generosos con lo que recibieron.
Pero es fácil predecir que, como la mayor filántropa del mundo, se dedicará a manejar su parte de la multimillonaria fortuna al frente de su fundación, mientras se asegura de disfrutar de placeres tan simples como salir a correr –es maratonista desde hace años y le había contagiado esa pasión a Bill–, ayudar a su hija mayor con los preparativos de su boda, y permitirse una vez a la semana, como buena texana, un buen plato de huevos rancheros. Mientras su ex tal vez haga listas de pros y contras, algo seguramente va a dejar de pasarle a Melinda ahora que ya no compartirán reuniones: van a dejar de mirar a su marido mientras ella habla, un chiste con el que solía llamar la atención sobre el sexismo que persiste en el mundo corporativo. De acá en más, inevitablemente, todos los ojos estarán puestos en ella.
Fuente: Infobae