La ira, la frustración y el rencor han reemplazado al espíritu festivo de hace meses
Inglaterra. LA VANGUARDIA- La oposición al Brexit tiene el mismo poder de convocatoria que la oposición a la guerra de Irak. Un millón de personas se congregó ayer en el centro de Londres para pedir un segundo referéndum sobre la salida de Europa, la mayor concentración en la capital inglesa desde que Tony Blair hizo de perrito faldero de George Bush para derrocar a Sadam Hussein, indiferente a los daños colaterales. En este caso Washington no ha puesto una pistola en la frente a Boris Johnson –aunque Donald Trump ha dejado bien claro que es partidario de que el Reino Unido se vaya para debilitar a la Unión Europea, con la que se encuentra en plena guerra comercial–, y la responsabilidad es exclusiva de los británicos y de su Gobierno. No de todos, como quedó ayer bien claro, porque la mitad (tal vez un poco menos, tal vez un poco más) consideran el Brexit una locura y un perjuicio innecesario. De todas las encuestas realizadas desde el referéndum, 51 indican el deseo de seguir en la UE, 7 confirman la voluntad de irse y el resto muestran un empate técnico.
Desde la última gran manifestación anti-Brexit el pasado mes de marzo, el ambiente ha cambiado de manera visible. La atmósfera familiar, jocosa y festiva ha sido reemplazada por el disgusto, el enfado, la rabia e incluso la ira, sin llegar a la violencia a pesar de la provocación de algunos neofascistas infiltrados integrados en los leavers.
De la esperanza y la ilusión de frenar la salida de Europa se ha pasado a la desesperación de ver cómo Boris Johnson se encuentra muy cerca de conseguir su propósito, con la ayuda de una docena de diputados laboristas dispuestos a ignorar las instrucciones de su líder Jeremy Corbyn y apoyar al Gobierno, porque representan a circunscripciones brexiter del norte y centro de Inglaterra, ya sea porque consideran que se deben a sus votantes antes que a su partido y el sentido común, o porque anteponen su interés personal de ser reelegidos.
Lejos han quedado los días en que a lo más que llegaban los manifestantes anti-Brexit era a caracterizar en sus pancartas a Theresa May con una nariz de Pinocho. Ayer, Dominic Cummings –el principal asesor de Johnson y arquitecto de la victoria del leave en el referéndum– aparecía con un uniforme nazi y la cruz gamada. La hora de las bromas y el jolgorio ha pasado a mejor vida. La permanencia en Europa se encuentra en el callejón de la muerte –el primer ministro parece muy cerca de los votos necesarios para sellar su acuerdo con Bruselas–, y lo único que queda es el equivalente de pedir clemencia al gobernador de Texas, que raramente la concede.
Aun así, el millón de personas que se reunió en Park Lane y marchó hasta el palacio de Westminster celebró la aprobación de la enmienda que aplazaba una vez más el desenlace del Brexit como la anulación por el VAR de un gol decisivo del equipo contrario, con un júbilo desbordado y tal vez prematuro, ya se verá.
La convocatoria de un segundo referéndum no se concreta por la división entre los partidarios de la permanencia, y en especial por la indecisión del Labour. “Si Johnson se sale con la suya en los próximos días, la historia será muy dura con Jeremy Corbyn y con los diputados laboristas que den su bendición al acuerdo”, dice Fraser McIntosh, un soberanista escocés que vino desde Dundee a la manifestación, envuelto en una bandera de la Unión Europea todavía con 28 estrellas.
“La vigésimo octava no es la de Inglaterra, que se quiere ir, sino la de Escocia, que quiere quedarse, pero no la dejan. No nos va a quedar más solución que la independencia”. concluye McIntosh.