Winston Churchill lo llamó en 1944 “el crimen sin nombre”.
Y es que no existía un término, una palabra, para expresar la gigantesca y enorme barbarie que los nazis cometieron contra el pueblo judío, que según los cálculos se saldó con el asesinato de seis millones de hombres, mujeres y niños.
Dos de cada tres judíos que se contaban en Europa antes de la II Guerra Mundial fueron exterminados.
Sólo en agosto, septiembre y octubre de 1942, los nazis perpetraron cada mes alrededor de medio millón de asesinatos de judíos, es decir, mataron cada día a 15.000, según un estudio publicado liderado por Lewi Stone, profesor de Matemáticas en la Universidad de Tel Aviv.
Sin embargo, no había un vocablo con el que denominar a esa matanza contra un colectivo realizada de manera sistemática e industrial, algo desconocido hasta entonces.
“Ocurrió algo sin precedentes, aterrador”, en palabras del historiador israelí y experto en estudios sobre el Holocausto, Yehuda Bauer.
“Por primera vez en la sangrienta historia de la humanidad, en un Estado moderno, en el centro de un continente civilizado, se puso en marcha una decisión cuyo objetivo era localizar, registrar, marcar, aislar de su entorno, desposeer, humillar, concentrar, transportar y asesinar a cada uno de los miembros de un grupo étnico”.
Ese “crimen sin nombre” consiguió por fin tener uno gracias al empeño y al tesón de un judío polaco.
Se llamaba Raphael Lemkin y fue él quien acuñó el término “genocidio”, una palabra que creó a partir del sustantivo griego “genos” (raza, pueblo) y del sufijo latino “cide” (matar).
Gracias a sus esfuerzos, el genocidio, definido como “actos cometidos con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso“, fue reconocido por la ley internacional.
El día en que todo cambió
Hay una fecha en la biografía de Lemkin, nacido en 1900 en Bezwodne (entonces perteneciente al Imperio Ruso, a partir de 1919 a Polonia y desde 1945 a Bielorrusia), que marcó su vida: el 15 de marzo de 1921.
Ese día, en Berlín, un joven armenio llamado Soghomon Tehlirian asesinó en plena calle a Talat Pashá, quien hasta tres años antes había sido ministro del Interior del Imperio Otomano.
Lo hizo por venganza, pues consideraba a Pashá responsable de la masacre que sufrió su aldea al haber sido el principal orquestador de la persecución de los armenios domiciliados en el Imperio Otomano durante la Primera Guerra Mundial.
Según varias fuentes, entre 1915 y 1923, alrededor de un millón y medio de ellos fueron exterminados.
Lemkin tenía entonces 20 años, vivía a 885 kilómetros de Berlín y estudiaba Lingüística.
Pero cuando arrancó el juicio por asesinato contra el joven armenio (quien, por cierto, fue absuelto) y salieron a la luz detalles del exterminio sufrido por su pueblo a manos de los turcos, se sintió profundamente conmocionado.
Tanto que decidió aparcar la Lingüística y dedicarse al Derecho.
“Me di cuenta de que el mundo debía adoptar una ley contra ese tipo de asesinatos raciales o religiosos“, dejó escrito Lemkin en su autobiografía, titulada “Totalmente Extraoficial”.
Y a eso dedicó su vida a partir de ese momento: a lograr que, en nombre de la justicia universal, el Derecho Internacional tipificara una ley que condenara ese tipo de asesinatos en masa.
Ya antes, con tan sólo 12 años, se había dado de bruces con el concepto de genocidio cuando leyó “Quo Vadis”, la novela de Henryk Sienkiewicz, especialmente al llegar al pasaje en el que los cristianos eran arrojados a los leones.
Al principio, y al no tener una palabra específica para denominar a esas matanzas, Lemkin las designaba como “crímenes de barbarie”, entendiendo por tales aquellas “acciones exterminadoras” realizadas por motivos “políticos y religiosos”.
“Cuando una nación es destruida, no es la carga de un barco lo que es destruido, sino una parte sustancial de la humanidad, con toda una herencia espiritual que toda la humanidad comparte“, decía en el documento que preparó para presentar en la conferencia sobre Derecho Penal que en 1933 tuvo lugar en Madrid.
Pero finalmente no pudo asistir: las autoridades polacas no querían enemistarse con Hitler -quien ya en 1919 había escrito que la “cuestión judía” debía resolverse mediante la eliminación total de los judíos de Europa a través de una eficiente planificación– y le denegaron el visado para viajar a España.
Y eso que para entonces Lemkin ya era un jurista de gran prestigio.
Huída de Polonia
Como judío que era las cosas se fueron poniendo cada vez más difíciles para él en Polonia, sobre todo después de que los nazis la ocuparon en 1939.
Por suerte, ese mismo año logró escapar de su país y del destino atroz que allí le esperaba.
Sus padres no consiguieron huir y fueron asesinados en el campo de exterminio de Auschwitz.
En total Lemkin perdió a 49 familiares en el Holocausto.
Lemkin puso rumbo hacia Estados Unidos, y allí se dedicó a denunciar con voz firme y clara las brutalidades de los nazis mientras daba clases en la Universidad de Duke, en Carolina del Norte.
En 1944 publicó el libro “El poder del Eje en la Europa ocupada”, en el que desgranaba todas las atrocidades cometidas por los nazis con el objetivo de exterminar al pueblo judío y donde por primera vez aparece la palabra “genocidio”.
Pero “genocidio” era sólo una forma de dar nombre a lo que hasta entonces no lo tenía.
La gran lucha de Lemkin se concentraba en lograr que la legislación internacional reconociera el delito de genocidio.
En busca de una ley
En los juicios de Nuremberg (los procesos que arrancaron en noviembre de 1945 en esa ciudad alemana y en los que fueron sentados en el banquillo dirigentes y colaboradores del régimen nazi) los fiscales emplearon la palabra “genocidio”.
Pero no apareció escrita en ninguna de las 190 páginas de la sentencia.
Todos los 18 condenados en Nuremberg lo fueron por crímenes contra la humanidad, no por genocidio.
“El día más negro de mi vida”, lamentó Lemkin.
No obstante, un año después, en diciembre de 1946, la Asamblea General de la recién creada ONU aprobó la resolución 96, donde por primera vez en la legislación internacional se habló de “crimen de genocidio”, entendiendo por tal “una negación del derecho de existencia a grupos humanos enteros, de la misma manera que el homicidio es la negación a un individuo humano del derecho a vivir”.
Y concluye: “La Asamblea General afirma que el genocidio es un crimen del Derecho Internacional que el mundo civilizado condena y por el cual los autores y sus cómplices deberán ser castigados“.
La Convención para la Prevención y Sanción del delito de Genocidio fue aprobada por la ONU en 1948 y, posteriormente, ratificada por cada uno de los estados miembros.
La Corte Internacional de Justicia (el principal órgano judicial de Naciones Unidas, establecido en 1945 y con sede en La Haya) se encargaría a partir de ese momento de juzgar los crímenes de genocidio.
Lemkin invirtió toda su vida y todos sus ahorros en conseguir eso.
De hecho, cuando a los 59 años un ataque al corazón acabó con él, se encontraba en la más absoluta miseria.
Pero había logrado su objetivo.
Información sustraída de BBC NEWS MUNDO.