Por: Amaury Pérez Vidal
(A mis queridos vecinos H y O)
¡Mira el mundo que había allá afuera y nos lo perdimos, Hortensia! –comentó Olegario escrutando el televisor con sus ojos lacrimosos y desteñidos. –¡Estoy cumpliendo ochenta años y no me di cuenta! Olegario estaba eufórico mientras disfrutaba un “colorido documental” sobre los grandes países de Europa; Francia, España, Italia, Gran Bretaña, Austria, Alemania, siguiendo el viaje televisivo desde Portugal hasta Rusia. -¡Qué extraña belleza, Hortensia!, echa un vistazo y ve lo brillantes, coloridas y saludables que son esas naciones, percibe cómo los ríos y las carreteras se juntan y se aparean con montañas y valles, ¡Cómo ha crecido la humanidad Hortensia!, acércate y da una ojeada, te sorprenderá lo que dejamos ir, tráeme un poquito de café que parece que esto va para largo! –señaló entusiasmado.
Hortensia prosiguió sus labores en la cocina, fregaba los desgastados sartenes con rutinario desinterés como si aquella letanía de “ven Hortensia y mira esto” no pudiera tocarla. Deslizó las manos sobre el delantal, agarró la arrugada y gastada tela y se secó las manos en ella, luego abrió el recipiente, extrajo con cuidado un par de cucharadas de café molido, montó la cafetera en silencio, la dejó sobre la hornilla y con desgana volteó hacia la sala donde Olegario ajustaba sus lentes y se frotaba los dedos con la misma exaltación con que un niño desarma un juguete nuevo.
–Vieja, apúrate, no te puedes perder esto!, es verdad lo que dicen por ahí, no hay nada como Europa -afirmó Olegario sin dejar de mirar la pantalla. –Ahí está Suiza, tan pequeñita que apenas se distingue, anaranjada, y Bélgica, con sus campos verdes de tantos viñedos, ¿por qué Polonia se verá rosada?, debe ser que ya no se atreven a mostrarse rojos los muy mal agradecidos. Debimos habernos dado una vueltecita por allí cuando era posible y aún teníamos fuerzas, ahora no, ya esos cabrones polacos no son nuestros amigos.
Mientras colaba el café, Hortensia abrió el refrigerador y sirvió dos vasos de agua helada, se bebió uno con prudencia, entonces llamó a Olegario y le ofreció el otro. El viejo pareció desentenderse, de todas maneras me lo pedirá después, se dijo para sus adentros con una mueca cansina y lo puso en la bandeja cuando la cafetera daba urgentes muestras de terminar su humeante función.
–Mujer, ¡si yo hubiera sabido que el Reino Unido era tan azul habría aceptado aquel viaje que me propuso tu hermano, el finado Eumelio, cuando dirigía la Oficina Central de Planificación Física!, ¿Te acuerdas que me lo propuso, verdad?, o ya soy un anciano desmemoriado y embustero. Pensé que era todo gris y lo desestimé, ¡qué tonto fui, es más azul que el cielo que nos cubre!, si no te apuras te perderás estas maravillas. El amarillo de Francia me recuerda el otoño, si te sigues demorando no verás nada, digo que me recuerda el otoño por decir algo porque en mi larga vida jamás he vivido esa estación, pero sin dudas debe ser amarillo porque estos documentales no mienten.
Hortensia, con paso lento, cargó la bandeja desde la cocina hasta la sala sin prestarle demasiada atención a los agitados movimientos de brazos de Olegario, quien disfrutaba del paisaje europeo con desaforada alegría, luego puso la bandeja al alcance de sus manos, quitó las tachuelas que sujetaban el mapa de Europa de los bordes de madera del inservible y antiguo televisor y le dijo con un bostezo.
–Tómate el café viejo y vamos a dormir que ya es muy tarde, si no te resistes, mañana te pongo el de África.