Hace 35 años el transbordador Challenger se desintegró 73 segundos después de su despegue.
Allan McDonald era un tipo común. El Ingeniero, atraído desde joven por la experiencia espacial de la NASA, a los 21 años se metió a trabajar de lleno en la Morton-Thiokol, la empresa encargada del diseño del aislamiento externo de las primeras naves espaciales: la prehistoria.
Con los años, después del alunizaje de la Apolo XI y con las estaciones internacionales en el espacio, Thiokol fue contratada por la NASA y McDonald estuvo a cargo del programa de propulsión de cohetes sólidos de los transbordadores espaciales: esos dos enormes “lápices” que los transbordadores llevaban al costado y los ayudaban a levantar vuelo hacia lo desconocido.
La de McDonald era una historia común hasta el 28 de enero de 1986, día previsto para el lanzamiento del Challenger tripulado por siete astronautas, uno de ellos una maestra, encargada de dar la primera clase espacial de la historia.
La noche anterior al lanzamiento, McDonald y un colega, Roger Boisjol, dudaron del éxito de la misión, pidieron que se aplazara el lanzamiento y, por último, se negaron a firmar el documento que daba su conformidad al despegue del Challenger.
Si firmaba esa conformidad, McDonald ponía en riesgo la vida de los siete astronautas. Si se rehusaba a firmar, ponía en riesgo su trabajo, su carrera y la buena vida que llevaba junto a su mujer y sus cuatro hijos. Y no firmó. “Tomé la decisión más inteligente que he tomado en mi vida”, recordaría años después.
¿Qué temía McDonald?
Había hecho mucho frío en Florida, el termómetro había marcado hasta ocho grados bajo cero. De la estructura de la torre de lanzamiento del Challenger colgaban y gruesas cordones de hielo. Los dos “lápices” del transbordador eran los más grandes jamás construidos: cuarenta y cinco metros de largo, tres metros y medio de diámetro, quinientas toneladas de combustible propelente gelatinoso en su interior. Todo estaba conectado a los cinco segmentos cilíndricos de la nave por unas juntas equipadas con unos anillos dobles de goma, conocidas como “Juntas tóricas” o “Juntas O”. McDonald y Boisjol temían que el hielo y la baja temperatura las hubiese tornado quebradizas: cualquier escape podía ser fatal. Pidieron el aplazamiento de la misión.
En la NASA no estuvieron de acuerdo con los miedos de McDonald: pese a la noche fría, el tiempo iba a mejorar, el lanzamiento, previsto para el mediodía aseguraba mejor clima y sol. La cuenta atrás siguió.
Entonces sucedió lo que todos vimos en lo que fue el primer desastre de la carrera espacial televisado en directo. El Challenger despegó y 73 segundos después se desintegró en el aire ante el horror de miles de espectadores en tierra, muchos de ellos familiares directos de los siete astronautas.
Una de las juntas tóricas, la falla que McDonald había previsto, falló en el despegue y el gas caliente presurizado del interior del “lápiz” derecho del Challenger provocó una brecha en el tanque externo de combustible que estalló, junto con el resto de la nave. El compartimento de la tripulación y otros fragmentos del Challenger fueron rescatados del fondo del mar después de una larga operación.
Nunca se supo el momento exacto en que murieron los astronautas, aunque sí se determinó que algunos sobrevivieron a la ruptura inicial del Challenger, que no tenía salidas de emergencia: quienes hayan sobrevivido al estallido, murieron cuando los restos de la nave cayeron al mar. Allí murieron Francis “Dick” Scobee, Michael Smith, Ronald McNair, Ellison Onizuka, Gregory Jarvis, Judith Resnik y Christa McAuliffe, la maestra que iba a dar aquella primera clase en el espacio y que despegó hacia la muerte mientras sus alumnos veían el lanzamiento del transbordador por televisión y en sus aulas.
A McDonald le quedaba todavía otro acto de heroísmo ético. Doce días después de la tragedia, el presidente Ronald Reagan nombró una comisión investigadora presidida por William Rogers, ex secretario de Estado de Richard Nixon. Ante ella desfilaron científicos de la NASA, investigadores, técnicos, ingenieros aeronáuticos, expertos en accidentes.