“La romantización de la cuarentena es un privilegio de clase”. La imagen de la frase plasmada en una manta comenzó a expandirse en redes sociales para resumir la crítica situación que enfrentan millones de personas que dependen del trabajo diario para poder subsistir y que son particularmente afectados por las radicales medidas dictadas para frenar al coronavirus.
Para ellos, quedarse en casa, dejar de hacer su trabajo, implica dejar de comer. Por eso se multiplicaron los reproches a las recomendaciones de consumo cultural que se diseminaron en todo tipo de plataformas para “disfrutar” o “aprovechar” el encierro. ¿Cómo escribir o leer libros, tomar clases de yoga o gimnasia por Skype, inscribirse a cursos gratuitos online, disfrutar conciertos vía streaming, recorrer museos virtualmente o hacer maratones de películas y series si hay incertidumbre económica?
De acuerdo con la Organización Mundial del Trabajo (OIT), en el mundo hay 2.000 millones de trabajadores informales. Representan más del 60% de la población económicamente activa. Es decir, que el trabajo asalariado y con prestaciones sociales acorde a la ley es menor. La precarización laboral se impuso.
Para muchos de ellos, el dilema es, literalmente, una cuestión de vida. Si no cumplen con la cuarentena, ponen en riesgo su salud y las de los demás. Pero quedarse en casa implica perder ingresos por completo. La capacidad de ahorro para sostener la emergencia es excepcional.
La situación es crítica en los países emergentes y en desarrollo que concentran el 93 % del empleo informal. En América Latina, por ejemplo, hay 130 millones de trabajadores informales, con México como país líder del ranking. El estatal Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) ha revelado que 57 de cada 100 trabajadores de este país no están afiliados a un empleador formal ni cotizan en los sistemas de pensiones y de seguro médico.
Uno de ellos es Arturo Ramírez, un comerciante que tiene su puesto de jugos a la salida del metro Etiopía de la Ciudad de México. Lo abrió hace seis años, trabaja de seis de la mañana a seis de la tarde y hoy teme que las autoridades lo obliguen a cerrar por la pandemia porque carece de ahorros y debe mantener a sus tres hijos menores de edad. Su esposa vende ropa en Iztapalapa, un barrio ubicado al oriente de la capital, pero las ganancias de ambos apenas si les alcanzan para los gastos esenciales de casa, comida y escuelas.
“Ojalá no nos cierren los puestos, ¿de qué vamos a vivir? Ni con la influenza se pusieron tan duros”, dice a RT recordando la pandemia de 2009 y con la misma incertidumbre y preocupación que recorre mercados, tianguis y ferias ambulantes. En Tepito, uno de los centros comerciales callejeros más grandes de América Latina, no tienen la menor intención de cumplir cuarentena alguna en caso de que el presidente Andrés Manuel López Obrador cambie de opinión y vuelva obligatoria una medida que hasta ahora mantiene en el plano de una mera recomendación.
“Qué bueno que el presidente no nos ha obligado a encerrarnos, tenemos que trabajar, la gente sigue viniendo a comprar, de eso vivimos, a mí nadie me da nada, tengo que mantener a mi hijo que está por entrar a la preparatoria”, dice Griselda Martínez, una vendedora de camisetas a quien le resulta inimaginable cumplir una cuarentena viendo películas o leyendo. “Eso es para los ricos”, dice.
Después de México, Colombia y Brasil concentran las tasas más altas de empleo informal en la región: 45,9 % y 46 %. El problema es que, a diferencia de lo ocurrido en países como Francia y España, en donde los gobiernos aumentaron prestaciones sociales e incluso se harán cargo de los alquileres, en América Latina no hay estados de bienestar que garanticen ingresos mínimos a toda la población.
Las condiciones de informalidad, además, no abarcan solamente a los ambulantes. Ellos son los más evidentes porque trabajan en las calles, a la vista de todos. Pero también están las personas que laboran por su cuenta y que cobran por servicio, desde empleados agrícolas, pintores, albañiles, carpinteros, estilistas, modistas y electricistas, pequeños comerciantes y profesionistas considerados como clase media en muchos países pero que, en realidad, están a un paso de engrosar los indicadores de pobreza. Entre ellos se incluyen periodistas, camarógrafos y fotógrafos “free lance”, editores y libreros con negocios pequeños e independientes de las grandes firmas; productores de eventos culturales que fueron cancelados por la pandemia; y técnicos, actores y actrices a los que les suspendieron programas de televisión, obras de teatro y espectáculos.
Así lo evidencian los mensajes que a diario invaden las redes sociales para rebelarse a las actividades de ocio propuesto por personas que sí tienen garantizada su alimentación y el pago de servicios y alquileres, o que directamente son propietarios. Ni hablar de quienes acapararon productos en los supermercados. Pudieron hacerlo gracias a que cuentan con recursos económicos de los que la mayoría de la población latinoamericana carece, en especial los trabajadores informales.
“Es más fácil aceptar y cumplir con la cuarentena cuando trabajas en el sector público o en el privado cobrando un sueldo a fin de mes, mientras aquellos que dependemos de nuestros clientes para pagar sueldos, servicios e impuestos se nos hace terriblemente complicado tomar la decisión por la responsabilidad que nos alcanza”, resumió un mensaje compartido en redes sociales por microempresarios argentinos.
El escrito aclaró que entienden la importancia de la cuarentena obligatoria dictada por el presidente Alberto Fernández, pero es necesario que las autoridades y los legisladores “que a fin de mes cobrarán sueldos millonarios”, dicten decretos para que los bancos, entidades impositivas y agencias de servicios congelen deudas y disminuyan presiones tributarias e intereses a los trabajadores y pequeños negocios afectados mientras dura la emergencia.
“Me está molestando bastante que con la cuarentena obligatoria, más un virtual estado de sitio para garantizarla, todavía no hay noticias de cómo se va a compensar a los trabajadores en negro y a los monotributistas que no tienen tiempo para leer a Racine o a Joyce, ni tampoco la platita asegurada por el Estado u otros empleadores y tienen que salir todos los días a ganarse el pan, si no, no comen”, escribió el pintor Gustavo Maschi en Facebook.
Los reclamos de ayuda se extienden a toda la región y se agrava ante la decisión de empresas privadas de adelantar o ampliar supuestas vacaciones a sus empleados, pero sin goce de sueldos y sin la garantía de que post pandemia se conservarán los puestos de trabajo. La respuesta de los gobiernos todavía está pendiente.
Por Cecilia González, fuente: RT