El origen se le atribuye a una carta enviada por Albert Einstein a Franklin D. Roosevelten agosto de 1939. Hablaba de una nueva bomba, extremadamente poderosa, desconocida. La capacidad de destrucción de esa bomba era inimaginable. En manos de Adolf Hitler podía ser muy peligrosa.
Roosevelt, tras leer la carta, puso en marcha el Proyecto Manhattan, con seis mil dólares de capital inicial. La clave estaba en la fisión nuclear. Los científicos estadounidenses tardaron dos años en convencerse de la posibilidad de crear un arma atómica. Comunicado el dictamen al presidente Roosevelt, éste le asignó al proyecto un presupuesto considerable.
Era el 6 de diciembre de 1941. Al día siguiente, Japón bombardeaba Pearl Harbor.
Se reclutaron científicos y técnicos de todo el mundo. Varios premios Nobel integraban la lista. En la dirección científica del Proyecto Manhattan fue nombrado Robert Oppenheimer. El 2 de diciembre de 1942, el italiano Enrico Fermi dividió un átomo de uranio y liberó neutrones, los cuales, a su vez, pueden dividirse en más átomos de uranio:la reacción en cadena. Ese fue el primer gran logro. De ahí en adelante, los científicos fueron resolviendo los diversos problemas que presentaba la creación de la bomba.
El presupuesto se incrementaba. Todos los recursos para crear la “súper-bomba”. En Los Alamos fundaron una ciudad en miniatura para los 6 mil científicos y técnicos (y sus familias) que trabajaban en el proyecto. El principal motivo de la elección del lugar era claro: la seguridad. La lejanía de Los Alamos de otras poblaciones impedía filtraciones de la información y si existía algún accidente nuclear nadie más se vería afectado. El dinero recayó con constancia en las arcas del Proyecto Manhattan. A comienzos de 1945, Roosevelt ya llevaba gastados 2 mil millones de dólares en su arma secreta.
Pero la carrera de la bomba atómica no era sólo científica. Alemania tambaleaba en Europa, para cuando en 1944 los servicios de inteligencia norteamericanos tuvieron la certeza que los físicos de Hitler no estaban construyendo la bomba atómica. La información se filtró en Los Alamos. Las discusiones entre los físicos versaban sobre si debían continuar con el proyecto o no, dada la nueva situación. El poder político desoyó estas objeciones y ordenó seguir adelante.
La comandancia militar constituyó el cuerpo 509, al mando de Paul Tibbets, quien reclutó a los mejores hombres de las fuerzas armadas norteamericanas para su nueva unidad. Ellos iban a ser los encargados de arrojar la bomba atómica.
El Proyecto Manhattan era confidencial. Muy poca gente sabía de él. Roosevelt y unos pocos más. Dentro de los que no sabían estaba Harry S. Truman, vicepresidente de Roosevelt, y presidente de Estados Unidos a la muerte de éste. A los pocos días de asumir la primera magistratura le informaron de la existencia de Los Alamos y de su producción.
Con Alemania derrotada y Japón muy debilitada, muchos de los implicados expresaron su reticencia al uso de la bomba, dado su poder destructor. Ellos trabajaban en oposición a Hitler. Se había disipado el temor a que él dispusiera la bomba antes que ellos y sojuzgará al mundo. Se tenía la certeza de que Japón no contaba ni con los recursos humanos ni científicos para crear un arma similar. Se sugirió un plan alternativo. Convocar científicos japoneses y veedores imparciales para hacerles una demostración en algún punto despoblado. Esa demostración debía tener, sostenían, la suficiente fuerza persuasiva para obtener la rendición japonesa. La idea no tuvo aceptación.
De todos modos, la prueba se hizo. Fue el 16 de julio de 1945. Fue en Alamogordo, Nueva México. Robert Oppenheimer, otros científicos y mandos militares se ubicaron a 9 kilómetros del lugar en el que la bomba haría impacto. La explosión los sobrecogió. Por unos segundos quedaron cegados. El estruendo fue aterrador.
El hongo de tierra y fuego se elevó hasta el cielo. Nadie había visto nunca algo similar. Algunos pensaron que la bomba había penetrado la corteza de la Tierra.
Oppenheimer comenzó a hablar en voz alta. Los demás tardaron unos segundos en entender lo que decía. Estaba recitando un fragmento del libro sagrado de los hindúes, el Bhagavad-Gita: “El Todopoderoso abrió las puertas del cielo y la luz de mil soles cantó a coro:/ Yo soy la Muerte,/ el fin de todos los tiempos“. Esas líneas, que algunos dicen que en realidad fueron recordadas por Oppenheimer muchos años después del lanzamiento de la bomba atómica, encierran el dilema ético con el que convivió el científico a lo largo de su vida.
Su hermano Frank, también científico, recordó que Robert había tenido una reacción menos poética y más prosaica. Al ver la impactante explosión habría gritado, con entusiasmo: “¡Funcionó!”. Es comprensible. Años dedicados exclusivamente a esa obra, la gente a su cargo, la guerra, la carrera para fabricar la bomba antes que los nazis, las presiones y el desafío científico… Toda la física de los últimos 300 años convergía en ese momento. Era para ellos una hazaña científica. El desafío había sido superado.
Albert Einstein escribió otra carta al presidente de Estados Unidos, 6 años después de la primera: “Toda posible ventaja militar que Estados Unidos pudiese conseguir con las armas nucleares quedará totalmente oscurecida por las pérdidas psicológicas y políticas, así como por los daños causados al prestigio del país. Podría incluso provocar una carrera armamentística mundial”.
A esta carta, a diferencia de la primera, no le hicieron caso. En poco más de un lustro, parecía, Einstein había perdido todo su poder de persuasión.
Al día siguiente de la prueba en Alamogordo, la bomba fue embarcada en el crucero de guerra Indianápolis (fue hundido en su viaje de regreso de Tinian; falleció un 75% de su tripulación). Debía transportarla hasta Tinian, la base norteamericana más importante del Pacífico. Allí sería cargada en el B- 29 de Tibbets, al que éste había bautizado Enola Gay, el nombre de su madre.
La bomba sobre Hiroshima
Hasta último momento no se había decidido sobre qué ciudad el Enola Gay lanzaría su carga mortífera. Había cuatro posibilidades: Kokura, Hiroshima, Niigata y Kyoto. La primera opción había sido Kyoto.
Las ciudades debían poseer un requisito indispensable para integrar esta lista. No haber sufrido antes bombardeo alguno. Debía quedar en evidencia el colosal poder destructor de la nueva bomba, sin que existiera duda alguna. Ciudades impolutas para sucumbir bajo su poder. Que ningún otro se atribuyera el mérito de hacer desaparecer una ciudad.
Hiroshima no había recibido bombardeos en toda la guerra. Sólo una pasada de dos aviones que habían dejado caer una bomba cada uno. La primera cayó al agua; la segunda produjo dos muertos. Los habitantes de Hiroshima se consideraban afortunados. Por la ciudad circulaban los más disparatados rumores sobre las causas de esa inmunidad. Desde que una vez acabada la guerra, los norteamericanos instalarían allí sus fuerzas hasta que la madre del presidente había visitado Japón en su juventud y había quedado prendada por la belleza de esa pequeña ciudad.
Las autoridades militares de Hiroshima descreían de estas supersticiones. Sabían que si la guerra se prolongaba, caerían bajo las generales de la ley: serían atacados con bombas incendiarias, la novedad introducida desde los ataques aéreos a Tokio. El napalm: ideal para destruir las ciudades japonesas, abundantes en papel y madera. El temor principal era la propagación del fuego. Ordenaron construir caminos cortafuegos. Para eso debían derribar numerosas casas. La abnegación japonesa salió, una vez más, a la luz. Nadie se opuso. La gente perdía sus viviendas en miras al bien común. Cada mañana miles de alumnas secundarias recogían los escombros de las veredas y las despejaban.
En la madrugada del 6 de agosto, un avión sobrevoló el cielo de Hiroshima. Sonó, como casi todas las madrugadas del último mes, la alarma antiaérea. Nadie se preocupó en demasía. Era un B-san (Señor B), como los japoneses llamaban a los B-29. Sólo uno. Pero ese B-29 no era uno más. Era el Straight Flush comandado por Claude Eatherly, integrante del cuerpo 509.
Eatherly debía hacer la ruta que sólo una hora después haría el Enola Gay y comprobar las condiciones metereológicas. Desde el cielo, la ciudad se veía con prístina claridad. Eso informó Eatherly.
El Enola Gay continuó su marcha con confiada tranquilidad. Little Boy (el nombre con el que habían apodado a la bomba atómica) esperaba ser lanzada. Una hora después el Enola Gay ya sobrevolaba Hiroshima.
Eran las 8.15 del 6 de agosto de 1945. El último minuto de una era.
Sesenta segundos después comenzaba la era atómica. Con la muerte instantánea de más de cien mil personas. Cien mil muertos en nueve segundos. El setenta por ciento de las viviendas absolutamente destruidas. Sesenta mil heridos de gravedad. La gran mayoría de ellos murió en los días y meses subsiguientes como consecuencia de la explosión atómica.
Testimonios del horror
En el diario de navegación, Robert Lewis, tripulante del Enola Gay, escribió apenas vio el hongo formarse en el horizonte: “¡Dios mío! ¿Qué hemos hecho?”. Un sobreviviente japonés, Makiko Kada, muchos años después, testimonió ante Tomás Eloy Martínez: “El sol se hizo pedazos y cayó. El cielo, que siempre me había parecido tan lejano, quedó sin el sostén que le daba el sol y se vino abajo casi al mismo tiempo. La luz creció tanto que no pudo soportarlo. De modo que la luz también murió aquel día“.
Doce horas más tarde, el presidente Harry S. Truman expresó en un mensaje emitido por la radio: “Un avión norteamericano lanzó una bomba sobre Hiroshima inutilizándola. Los japoneses comenzaron la guerra por el aire en Pearl Harbor. Han sido correspondidos sobradamente. Este no es el final. Si no aceptan las condiciones pueden esperar una lluvia de fuego que sembrará más ruinas que todas las hasta ahora vistas sobre la tierra”.
Nada quedó con vida a un kilómetro y medio a la redonda del epicentro de la explosión. Ni siquiera vestigios. Todo se evaporó. Todo quedó convertido en polvo radiactivo. Las personas se desintegraron. No quedaron restos que identificar.Sopladas por la onda expansiva, la imagen de alguien quedó grabada en el pavimento agrietado. La bomba atómica iguala a las cosas con los seres humanos: lo (mucho) que queda a su alcance reducido a la nada.
Los sobrevivientes se olvidaron de sus pertenencias, de sus casas derruidas. Buscaban infructuosamente a sus familiares. A los que encontraban con vida, después de remover trabajosamente los escombros, les tendían la mano para extraerlos de las ruinas. La operación se complicaba. La piel de los brazos se les desprendía como la cáscara de una mandarina. Las quemaduras eran atroces. Presentaban también una mutación alarmante: en pocas horas pasaban del amarillo al rojo para terminar negras, supurantes y hediondas.
Casi todos los centros de atención médica de la ciudad quedaron inutilizados. Sólo un diez por ciento de los médicos estuvieron en condiciones de atender pacientes, la fila más larga de pacientes de la historia de la humanidad.
Un hibakusha (personas afectadas por una explosión: los japoneses evitan llamarse sobrevivientes) le transmitió al periodista John Hersey una imagen patética -una de las tantas- que presenció: “Entre los arbustos había 20 hombres, todos en el mismo estado de pesadilla: sus caras completamente quemadas, las cuencas de sus ojos huecas y el fluido de los ojos derretidos resbalando por sus mejillas (debieron de estar mirando hacia arriba cuando estalló la bomba; tal vez fueran personal antiaéreo). Sus bocas no eran más que heridas hinchadas y cubiertas de pus, que no soportaban abrir la necesario para recibir el pico de una tetera”. Estos 20 hombres estaban a más de tres kilómetros del lugar donde impactó la bomba.
Un cronograma horroroso: horas después de los que perecieron en el momento del impacto, comenzaron a fallecer aquellos que habían sufrido heridas gravísimas, días más tarde quedaron en el camino los que habían sido invadidos por las quemaduras. Cuando todos pensaron que lo peor había pasado, alrededor de un mes después de la bomba, muchos de aquellos que habían quedado ilesos de la explosión fueron invadidos por extraños síntomas: pérdida del pelo, vómitos, diarreas, sangrado espontáneo, las heridas que habían cicatrizado se abrían de nuevo, fiebres superiores a los 41 grados.
La radiación comenzaba a surtir efecto. Su lenta demolición. Una nueva ola de muertes sobrevino.
Para los japoneses, el culto a los muertos reviste gran importancia. Cremarlos y brindarles una conservación de acuerdo al rito. El cuidado de los muertos implica una responsabilidad moral más importante que el cuidado de los vivos. En Hiroshima se procuraba identificar a los muertos a pesar de las dificultades. Crearon una cuadrilla a cargo de los cadáveres. Su tarea era llevarlos a las fueras de lo que había sido la ciudad. Habían diseñado unas piras con la madera de las casas destruidas. Allí los cremaban. Colocaban las cenizas en sobres para placas radiológicas y los rotulaban con el nombre del muerto. Los apilaban por orden alfabético. Los sobres-urnas los colocaban en una oficina municipal que había quedado en pie. En pocos días, las pilas cubrieron una pared entera de esa oficina.
Estados Unidos, hasta la bomba de Hiroshima, estaba ganando la guerra. Las defensas japonesas eran endebles. Sus recursos se estaban agotando. En la Conferencia de Postdam le dieron un ultimatum. Se anunciaba -prometía- “la inevitable y completa destrucción de las fuerzas armadas japonesas e inevitablemente la devastación del suelo japonés”.
Los rusos atacaron Japón para darle más verosimilitud a la declaración. Si bien públicamente Japón rechazó el ultimatum, en los días previos al lanzamiento, existieron contactos por parte del Japón para finalizar la guerra. Aunque el sector duro del ejército insistía en luchar hasta morir. Japón ofrecía la capitulación con condiciones: mantener la institución imperial, que no hubiera ocupación, que los japoneses dirigieran el propio desarme y juzgaran los crímenes de guerra de sus hombres. Estados Unidos exigía la capitulación incondicional.
Truman anotaría en su diario: “Telegrama del emperador japonés pidiendo la paz. Parece que los japoneses se rendirán antes de la entrada de Rusia. Estoy seguro que lo harán cuando Manhattan aparezca sobre su patria”.
En Japón, al principio, no creían que lo que su enemigo había lanzado fuera una bomba atómica. Pensaban que no tenían la tecnología y que en caso de tenerla era imposible trasladarla hasta el Pacífico. Cuando los primeros veedores y especialistas llegaron a Hiroshima, cambiaron de opinión. Alguno sostuvo: “Prácticamente todas las cosas vivas, humanos y animales, se quemaron hasta la muerte”.
Estados Unidos, después de Hiroshima y Nagasaki, aceptó la capitulación japonesa. Mantenía la figura del emperador y a Hiroito le aseguran impunidad en el juzgamiento por los crímenes de guerra (no así a su estado mayor).
Estados Unidos deseaba vencer. Pero no sólo eso. Querían brindarle un escarmiento fenomenal a su enemigo, mantener un predominio político para después de finalizada la guerra y enviar un mensaje contundente sobre su poderío al resto de las naciones del mundo.
De acuerdo a los compromisos que Winston Churchill, Roosevelt y Iósif Stalin habían asumido en Yalta, la Unión Soviética debía declararle la guerra a Japón en menos de dos meses. Esa declaración de guerra llegó a principios de agosto. Estados Unidos había luchado demasiado como para tener que compartir el Pacífico con las fuerzas de Stalin. Que el mundo lo supiera: a Japón lo derrotaban ellos. Sin intervención de nadie. La Unión Soviética y Stalin también recibían su mensaje.
Las fuerzas armadas japonesas no deseaban la rendición incondicional. Preferían seguir luchando. Aun cuando no tuvieran chances reales de triunfar. Pelear hasta morir. Del otro lado del mundo, coincidían en algo. El fin de la confrontación no debía llegar por vía diplomática. Los militares norteamericanos sostenían que ellos eran los que habían peleado. En el campo de batalla habían inclinado la balanza hacia su lado. Los políticos no merecían mayores méritos. La guerra tenía, para ellos, un solo final lógico. La confrontación directa. En términos militares. Con sus medios: los bélicos.
La bomba se había construido como defensa ante el nazismo. Se utilizó para atacar a Japón. Sirvió para ajustar cuentas. La humillación de Pearl Harbor había sido vengada.La conducta de quienes gobiernan, de los que rigen sobre la vida de la gente, no siempre se rige por la justicia.
Luego del lanzamiento, Truman (y con él todas las voces oficiales) argumentó que gracias a la bomba atómica se habían salvado un millón de vidas de soldados norteamericanos. Un argumento de demostración imposible. Las muertes probables contra las muertes efectivas.
Los grandes criminales del Siglo XX han sido los estados totalitarios. Con sus metodologías crueles, sistemáticas en sus modos de matar. El gas, el frío, el hambre, los fusilamientos. El país que representa a Occidente, el que hace de la libertad su credo, mató en segundos ciento de miles de personas. Hiroshima y Nagasaki. Dos veces con sólo tres días de diferencia.
Tzevetan Todorov escribió: “El totalitarismo puede parecernos, con razón, el imperio del mal; de ello no se sigue en absoluto que la democracia encarne, siempre y en todas partes, el reino del bien”.
No hubo últimas palabras en Hiroshima. Ni gestos heroicos. Ni últimas voluntades. No hubo oportunidad. La destrucción los invadió de la nada. Mientras alimentaban a sus hijos, mientras estudiaban, mientras trabajaban o mientras dormían.
Era la nueva muerte, la de la era atómica. Anónima, masiva, instantánea.
Fuente: Infobae