CUBA DEBATE.- Violet Constance Jessop, camarera y enfermera, tenía 25 años esa fatídica noche del 14 de abril de 1912.
Pudo ser una de las 1.523 almas que murieron en el Titanic, luego del choque contra un iceberg de ese gigante «al que ni Dios podía hundir», como proclamó la soberbia de sus constructores.
Pero, a minutos del aterrador instante del naufragio, Violet subió al bote salvavidas número 16, y horas después fue rescatada por el Carpathia.
Pero no fue su único escape de la muerte…
Nacida el 2 de octubre de 1887, fue uno de los nueve hijos de los granjeros y criadores de ovejas William Jessop y Katherine Kelly, irlandeses de Dublin que emigraron a Bahía Blanca, en el sur de la provincia de Buenos Aires. Con poca fortuna. La tuberculosis se llevó a su padre y a varios hermanos, y a ella, enferma también, los médicos le pronosticaron unos pocos meses de vida…
Pero venció al bacilo de Koch, sobrevivió, y con su madre y los hermanos que no llegaron a enfermarse partió a Inglaterra, su destino hasta el final.
Hicieron pie en Liverpool. En 1908 murió su madre, y Violet, apenas a sus 19 años, se hizo cargo de la familia.
Había aprendido de su madre el oficio de camarera de a bordo, y consiguió trabajo como tal en el Orinoco, de la Royal Mail Line, en las peores condiciones: salario mínimo y diecisiete horas de trabajo por día…
Pasados dos años, y luego de un paso por el Majestic, fue contratada como camarera bilingüe –español e inglés– para el Olympic: el mayor y más lujoso gigante de su tiempo.
Un año de bonanza…, y la primera experiencia límite: el transatlántico se estrelló contra el Hawke. Peligro de naufragio. Pánico a bordo. Pero el fondo del mar debió esperar. No hubo muertos. Violet seguía a flote…
El 10 de abril de 1912, ya de 25 años y adiestrada también como enfermera, fue una de las más de doscientas camareras contratadas para servir en el Titanic, ese monstruo de 269 metros de largo y cuatro chimeneas que podía albergar casi tres mil almas.
Desde luego, su dominio de dos idiomas, su belleza y su afinado oficio la instalaron en la privilegiada primera clase: lujo jamás visto en buque alguno, y entre los pasajeros, varios célebres multimillonarios esperando lo prometido: el Titanic uniría Southampton con New York en tiempo récord.
A bordo, todo era una fiesta. Pero cuatro días después de levar anclas, a las doce menos veinte de una noche estrellada y un mar tan quieto como un espejo… el choque contra un iceberg, y la fúnebre certeza de los ingenieros constructores: «El Titanic se hundirá en dos horas».
Mientras, en los salones de primera clase, la orquesta desgranaba valses y temas melódicos…
Violet recibió dos órdenes. Una, serenar a los pasajeros cinco estrellas que empezaban a alarmarse, y otra, bajar a la tercera clase –una trampa para ratas construida según los cánones de diferencia de clases de esa época– para instruir también a los que hablaban español e italiano y emigraban en busca de trabajo hacia los brazos de la Estatua de la Libertad…
Cuando subió al bote número 16 con el bebé en brazos, estaba agotada. No creyó sobrevivir. Pero luego de largas ocho horas, desde el recién llegado Carpathia le arrojaron una escala marinera, la trepó, y escribió el segundo capítulo y medio de su extraño destino de sobreviviente: la derrota de la tuberculosis, el choque del Olympic contra el Hawke, y la mayor tragedia (y leyenda) marina de todos los tiempos.
Pero aun le faltaba una cita con ese destino.
Siguió ligada a la empresa White Star Line, y en 1914, Primera Gran Guerra, el Britannic –tercer buque de la clase Olympic– fue transformado en hospital flotante, y Violet estuvo entre las primeras convocadas…
Amanecer del 21 de noviembre de 1916. El Britannic navega por el canal de Kea, mar Egeo, cuando una aterradora explosión hace temblar su estructura, y casi de inmediato empieza a hundirse escorado a babor, y en menos de una hora desaparece de la superficie.
Nunca se supo si la causa del desastre fue una mina marina o un torpedo alemán. Pero mil almas quedaron flotando…, y una de las sobrevivientes fue Violet: su último encuentro con la muerte, y su victoria sobre ella.
Volvió a Suffolk, Inglaterra. Trabajó en un banco, pero el mar siguió reclamándola. Navegó otra vez en el Olympic, sin sobresaltos…
A los 35 años se casó con John James Lewis, de 46. Profesión: cae de maduro: ¡marino mercante!
Pero se divorció al año, empezó a trabajar para la Red Star Line, y sirvió como camarera y enfermera en cinco cruceros alrededor del mundo. En 1943 escribió sus memorias, publicadas recién en 1997 por decisión de dos de sus sobrinas.
En 1950 le dijo adiós al mar: su mundo durante más de cuatro décadas. Vendió su casa y se mudó a un pueblo: Great Ashfield, Suffolk.
Extraña metamorfosis: dejó de hablar con el agua y empezó un devoto diálogo con la tierra.
Tornó en jardinera. Plantó narcisos, tulipanes, rosas, vegetales de todo tipo, crió gallinas y vendió sus huevos: su modesta economía para aumentar algo una pensión que apenas le alcanzaba para sobrevivir: un arte en el que había sido reina absoluta.
En mayo de 1971, a los 83 años, su corazón naufragó. Y para él no hubo botes salvavidas ni un Carpathia providencial.