— “Mamá, soy yo, Jaycee”, escuchó decir del otro lado del teléfono la señora Terry Probyn a una voz de mujer que no reconoció.
— “No me hagas esto. No es gracioso”, respondió Terry, que a lo largo de los años había recibido muchas llamadas como esa, bromas de mal gusto que la hacían estallar.
— “No, mamá, soy yo, Jaycee, de verdad”, insistió la voz.
Cuando la encontraron y pudieron identificarla, Jaycee Lee Dugard tenía 29 años y se parecía muy poco a la niña de 11 cuya foto sonriente había saturado primero las calles del tranquilo pueblo rural de Meyer, en el Estado de California, y luego las listas de personas desaparecidas en Estados Unidos.
Durante dieciocho años había vivido a solo 240 kilómetros del lugar de su secuestro, primero esposada a una cama, después encerrada sin poder salir y finalmente moviéndose con cierta libertad por las calles de Antioch pero presa de otras cadenas, las psicológicas producidas por casi dos décadas de abusos, que le impedían siquiera decir su verdadero nombre.
Durante todo ese tiempo la policía pudo haberla encontrado decenas o quizás centenares de veces, una cifra que se calcula solo repasando la cantidad de ocasiones en que los agentes visitaron la casa donde la tenían secuestrada para monitorear al convicto que vivía allí, beneficiado por una libertad domiciliaria cuando cumplía una pena por violación.
Más de una vez, en esas visitas, vieron a una niña y luego a una adolescente de pelo rubio y actitud sumisa, que el secuestrador si le preguntaban decía que era la hija de su hermano que estaba de visita.
Con el paso del tiempo, tampoco repararon que las dos niñas que el violador con domiciliaria y su mujer presentaban como propias, cuando en realidad se parecían mucho a la joven rubia y no a la supuesta madre.
Sin esposas en las muñecas, pero siempre encadenada mentalmente, Jaycee estaba repartiendo folletos religiosos junto a su secuestrador devenido pastor en la Universidad de Berkeley, donde finalmente la encontraron.
Y no fue la policía la que la descubrió y la rescató allí, el 26 de agosto de 2009, sino una asistente social de mirada aguda que notó algo raro en su comportamiento.
A la vista de todos
Jaycee fue secuestrada la mañana del 10 de junio de 1991, a plena luz del día, cuando caminaba hacia la parada del ómnibus escolar, en la esquina de su casa. La nena era una de las pocas caras nuevas que había en Meyers, donde vivía con su familia desde hacía menos de un año.
La familia de Jaycee, formada por ella, su madre, Terry, su padrastro, Carl, y su media hermana pequeña Shayna, se había mudado allí en busca de un ambiente tranquilo en el que las niñas pudieran crecer seguras y sin violencia.
Por eso habían abandonado Arcadia para establecerse en Mayer, pueblecito rural situado también en el estado de California al que llegaron en septiembre de 1990, justo para que Jaycee pudiera empezar las clases.
Y vivieron tranquilos hasta esa mañana. Terry había salido temprano a su trabajo en una industria gráfica y Carl se ocupó de darles el desayuno a las chicas. Minutos antes de la hora en que debía pasar el ómnibus escolar, Jaycee salió de la casa para ir hasta la parada, mientras Carl la vigilaba desde la ventana. Siempre lo hacía, la veía caminar hasta la esquina y seguía allí, mirando, hasta que la veía subir al ómnibus con otros chicos del barrio.
Todos vieron cómo la secuestraban. Carl desde la ventana de su casa y los compañeros de Jaycee desde la esquina. La nena caminaba por la vereda cuando se detuvo un auto gris y una mujer asomó la cabeza por la ventanilla. Posiblemente le haya preguntado algo, porque Jaycee se acercó.
La mujer les disparó con una pistola eléctrica y luego, ella y un hombre la cargaron y la tiraron en el asiento de atrás. El auto dio una vuelta en “U” haciendo chirriar las ruedas y se alejó antes de que nadie pudiera reaccionar.
Carl atinó a subirse a la bicicleta que tenía en el jardín delantero e intentó perseguir al auto, pero solo pudo ver cómo se alejaba cada vez más hasta que se perdió de vista.
El padrastro y otros testigos le dieron a la policía una descripción del auto y de la ropa que llevaba Jaycee. Se dio la alarma, pero los uniformados de Meyers pusieron la mira en dos sospechosos: el propio Carl como posible autor intelectual del secuestro y el padre biológico de la nena, Key Slayton.
Carl fue investigado a fondo y se sometió aldetector de mentiras, mientras protestaba junto con Terry, por el tiempo que estaban perdiendo. Así y todo, demoraron en descartarlo.
En cuanto a Kay Slayton, cuando lo localizaron dijo que se equivocaban, que él no tenía ninguna hija. Y era verdad, porque Terry confirmó que no lo sabía, que cuando se separaron ella no le dijo que estaba embarazada.
El violador y la enfermera
Los tripulantes del auto gris eran Phillip Garridoy Nancy Bocanegra, y luego de dar la vuelta en “U” con Jaycee aturdida en el asiento trasero, se dirigieron a alta velocidad hacia Antioch, en el condado de Contracosta, donde el matrimonio vivía con la madre de Phillip, una anciana que padecía de demencia senil y no se daba cuenta de nada.
Pese a las descripciones del auto y de sus tripulantes que dieron los testigos, la policía nunca pensó en Phillip Garrido, aunque sobraban motivos para, por lo menos, tenerlo en cuenta.
Garrido había sido un chico como cualquier otro hasta que en la adolescencia sufrió un accidente en moto. Después de eso se hizo adicto a los calmantes y más tarde al LSD. Según su hermano, a partir de ahí pasó de “ser un buen chico a volverse más loco que una cabra”.
Cuando tenía 21 años fue acusado de violar a una nena de 14 años, pero la familia de la víctima retiró los cargos para no exponerla a testificar en el juicio.
Esa impunidad lo envalentonó y meses más tarde violó a una antigua compañera de colegio, Christine Murphy y de nuevo zafó. Aceptó casarse con la chica a cambio de que no lo denunciara. El matrimonio duró hasta que Christine, a la que tenía prácticamente presa en la casa, pudo escapar.
Tenía 25 años en 1975, cuando secuestró a Katherine Callaway, una joven de su misma edad, y la llevó desde California hasta un almacén abandonado de Reno, en Nevada. Allí la violó durante más de cinco horas, y podía haberlo durante mucho tiempo más si no hubiese cometido el error de romper el candado de entrada al lugar. Los vecinos denunciaron el hecho y la presencia de un auto extraño. La policía llegó cuando seguía violando a Katherine y lo detuvo. En el juicio le dieron cincuenta años de cárcel.
En la prisión de Leavenworth, Nevada, conoció a Nancy Bocanegra, una enfermera y fisioterapeuta que visitaba a su tío, también preso. Se casaron en 1981 y ese matrimonio sumado a la buena conducta en la cárcel le permitieron a Garrido obtener la libertad condicional, que debía cumplir viviendo en la casa de su madre enferma, en Contra Augusta.
Para otorgársela, la junta de libertad condicional había considerado el casamiento de Garrido con Nancy como una señal de recuperación. Nadie imaginó que la enfermera podía ser tanto o más perversa que él.
Nancy disfrutaba con las inclinaciones pedófilas de su marido, tanto que lo acompañaba a las plazas donde había niños jugando y los filmaba para que él se masturbara después viendo las imágenes.
Poco a poco, marido y mujer fueron urdiendo un plan que los llevaría a un nivel más alto: secuestrar a una nena, que sería el “regalo” que Nancy le haría a Phillip.
El calvario de Jaycee
Jaycee ya no estaba aturdida por la pistola eléctrica pero sí aterrorizada por la situación cuando, después del mediodía del 10 de junio de 1991, el auto gris llegó a la casa de Contra Augusta. Se había hecho pis encima y tenía la cabeza cubierta con un trapo que no la dejaba ver nada a su alrededor. Lo único que atinó a decir durante el viaje fue que sus padres no tenían dinero para pagar un rescate.
Una vez dentro de la casa, Garrido la desnudó – lo único que le dejó conservar fue un anillo con una mariposa, del que no se desprendería durante los siguientes 18 años – y la obligó a bañarse con él. Después la dejó encerrada durante cinco días, esposada a una cama. Nancy le liberaba las manos solamente para que pudiera comer.
El quinto día después del secuestro, Garrido la violó pro primera vez y ya no dejó de hacerlo. Nancy la alimentaba y alternaba gestos supuestamente tiernos con maltratos. Solamente la dejaban ver dos series de televisión: “La doctora Quinn” y “Who’s the boss?”
Esos dos programas marcarían para siempre a Jaycee. Como sus secuestradores se negaban a llamarla por su verdadero nombre, les propuso que la llamaran Alyssa, por uno de los personajes secundarios de “Who’s the boss?”. De “La doctora Quin” una médica de un pueblo del oeste norteamericano aprendería a cuidar niños, lo que le resultó útil cuando tuvo, a los 14 años, a Ángel, la primera de las dos hijas engendradas por las violaciones de Garrido. A los 17 tuvo la segunda, Starlet.
Mientras, la familia de Jaycee no dejaba de buscarla. Se hicieron campañas para encontrarla, se hicieron remeras con su cara, se crearon canciones dedicadas a ella. La policía seguía buscándola, pero la buscaba mal.
Cadenas mentales
Los años pasaban y Jaycee-Alyssa seguía secuestrada, aunque las condiciones de su cautiverio fueron cambiando paso a paso. Fue tal la dependencia que llegó a tener de Garrido y su mujer, que llegó a comportarse como una suerte de cómplice de su propio calvario.
Pudo primero moverse con cierta libertad dentro de la casa y luego salir a la calle. Nunca se le ocurrió escapar. Cuando llegaban policías u oficiales de libertad condicional para entrevistar a Garrido, éste la presentaba como su sobrina, hija de uno de sus hermanos, y ella no decía una palabra.
En el barrio corrían rumores sobre esa familia tan extraña. Nadie había visto embarazada a Nancy, pero el matrimonio tenía ya dos pequeñas hijas, que eran más parecidas a “la sobrina” que a la supuesta madre. Eso tampoco llamó la atención de la policía.
Las dos nenas de “Alyssa” crecieron creyendo que eran hijas de Nancy, porque años después dijo que lo hizo para protegerlas Jaycee nunca les dijo la verdad.
Para entonces, Phillip y Nancy la dejaban moverse con libertad. Sabían que la tendían atada con algo mucho más poderoso que las esposas de metal: las cadenas de la dependencia psíquica. La habían convertido en una esclava sin voluntad de rebelarse.
Empezó a trabajar en un negocio de imprenta y fotocopias que abrió Garrido, diseñando tarjetas de presentación e invitaciones para fiestas y casamientos. Allí atendía a los clientes, tenía teléfono y una computadora conectada a Internet. Sin embargo, nunca se atrevió a denunciar nada ni tampoco trató de comunicarse con su madre.
También colaboraba con Garrido en una misión que él mismo se había encomendado, la de creer que tenía un mensaje de Dios para entregar al mundo. Repartía folletos que ella misma diseñaba en la imprenta.
26 de agosto de 2009. El delirio religioso de Garrido terminó abriendo las puertas de la libertad para Jaycee y sus dos hijas, de 11 y 15 años. En su afán de ampliar el alcance de su mensaje a la humanidad, el lunes 24 de agosto de 2009, el secuestrador fue a la Universidad de Berkeley para solicitar que le prestaran el campus para una actividad llamada “El deseo de Dios”.
A la asistente social Lisa Campbell, encargada de los eventos especiales de la universidad, le llamaron la atención varias cosas extrañas: la primera de ellas era que Garrido deliraba; la segunda que las dos chicas tenían comportamientos extraños; la tercera, el moretón que tenía la mayor en uno de sus ojos.
Sospechó por lo menos la existencia de unabuso y lo citó para dos días después. Inmediatamente después llamó a la policía. Por primera vez, en la comisaría hicieron bien su trabajo y pidieron los antecedentes del hombre. Allí descubrieron que estaba en libertad condicional cumpliendo una pena por violación.
El miércoles 26, Garrido llegó a la universidad acompañado por las dos chicas y también por una joven rubia, a la que presentó como su sobrina Alyssa.
Cuando vio a los policías, la joven de 29 años sintió que sus hijas estarían protegidas e hizo un “clic” que le permitió romper las cadenas que la ataban a su secuestrador. No le resultó fácil, pero finalmente dijo quién era.
Garrido fue detenido en el momento y poco después Nancy salía esposada de la casa de Antioch. Después de 18 años de calvario, Jaycee Dugard, con solo decir su nombre, recuperó la libertad.
Pidió un teléfono y marcó el número – que nunca había olvidado – de la casa de su madre. Cuando atendieron, dijo:
— “Mamá, soy yo, Jaycee”.
Una vida nueva
Al reencontrarse con su familia, Jaycee supo que nunca habían dejado de buscarla. Su madre descubrió que, además de poder abrazar a su hija perdida, también tenía dos nietas.
Unos días después, la tía de Jaycee, Tina, contó cómo había sido el reencuentro: “Reímos y lloramos juntas. También pasamos mucho tiempo sentadas, tranquilas, disfrutando la compañía de unas y otras”, dijo.
Con 29 años y 18 de calvario sobre sus espaldas, Jaycee se propuso iniciar una nueva vida, no solo para ella sino también para sus hijas Ángel y Starlet. Como parte de su proceso de recuperación, creó una fundación, JAYC, que busca acompañar a las familias que vivieron situaciones traumáticas.
También escribió dos libros: “Freedom: My Book of Firsts” y “Una Vida Robada”, en los que cuenta el aislamiento y la angustia que padeció durante los 18 años que estuvo secuestrada a manos de Phillip y Nancy Garrido.
“Vivía en mi propio mundo. El abuso físico es todo lo que conocía, pero a medida que pasó el tiempo me acostumbré a todo tipo de cosas”, dijo durante la presentación del último, tratando de explicar porqué no había podido escapar cuando tuvo oportunidad.
El estado de California la indemnizó con 20 millones de dólares por los daños que sufrió debido a la negligencia de la policía y la justicia. Con ese dinero, Jaycee creó la fundación.
Garrido fue condenado a 431 años de prisión y, Bocanegra, a 36 por el secuestro de Jaycee y el robo de identidad de sus hijas.
A pesar de todo, Ángel y Starlet le pidieron permiso para visitar a su padre biológico en la cárcel. “Les he enseñado a tomar sus propias decisiones en la vida. En ese sentido, al ser su elección me parecerá bien lo que hagan”, explicó cuando le preguntaron si lo permitiría.
Lo que le molesta, y dice cada vez que tiene oportunidad, es que la gente piense que no escapó antes porque sufría el Síndrome de Estocolmo.
— “No me gusta que la gente piense que he estado enamorada de él, simplemente es que no quiero albergar odio en mi corazón”, explica.
A lo que Terry, su madre, suele agregar:
— “Tranquila, tengo odio suficiente para las dos”.
Información sustraída de INFOBAE.