Crónica: Una llamada en New York

Crónica: Una llamada en New York

Esta crónica la compartí hace casi una década, ahora la revisité y regresé a ella con otra mirada, pero con el alma intacta. ¿Por qué? pues porque en estos tiempos de tanta confusión y bullicio cibernético o cotidiano, necesitamos de reencuentros, lealtades y humanidad por encima de todo y de todos. Es mi modesto aporte al debate. Como dice Silvio Solo el amor engendra la maravilla”.

Cuando vivía en Fontanar, un remedo tercermundista de Beverly Hills, como lo calificó en su momento mi amigo Camilo Egaña, compartíamos, casa con casa, con una familia a quien siempre adoramos. Nuestros amiguitos de entonces, teníamos menos de diez años, se llamaban Richard y Jorge. Richard era contemporáneo conmigo y Jorgito con mi hermana Aimée, es decir, nos llevábamos tres años de diferencia. Andábamos siempre juntos los cuatro.

Un terrible día nos enteramos de que aquella amable familia había partido a los Estados Unidos. Por esa época nosotros, con ocho y cinco años, no entendíamos el porqué de la ausencia, entonces no sabíamos que definitiva, de nuestros amados compañeros de juegos y descubrimientos. Con el paso de los años nos fuimos acostumbrando a que los que más queríamos nunca regresarían, y la vida siguió su curso.

En el año 2002 yo me preparaba para un concierto compartido con mi mentor y amigo, el argentino Alberto Cortez, llamado: “En un rincón del alma acuérdate de Abril”. Fue en el teatro United Palace en el alto Manhattan y le había rogado a mi esposa que no permitiera que me importunaran con llamadas telefónicas, pues pretendía bañarme y relajarme un poco. Frente al hotel que ocupábamos habían colocado un póster de nuestra actuación, un póster pequeño. Las entradas no estaban ya a la venta porque las 3,000 localidades estaban agotadas desde hacia semanas.

Mientras me secaba sonó el teléfono. Mi esposa contestó y me dijo: “Es un tal Jorgito, amigo tuyo de la infancia”. En un principio no lo recordé, pero luego, como un rayo, me vino a la mente la imagen de mis dos queridos amigos de la niñez y le pregunté, nervioso y agitado, que dónde estaba. Ella me dijo que en el lobby del hotel. No lo podía creer ¿sería el mismo? ¿Cuánto habría cambiado? Hacía siglos que no nos veíamos ni comunicábamos. La cabeza me daba vueltas mientras me vestía atropelladamente. Bajé por las escaleras; mi impaciencia no me permitió esperar al ascensor.

Me encontré a un hombre alto, aún de cabello negro, algo pasado de peso, pero con la misma sonrisa que creí extraviada en los recovecos de mi memoria. Nos fundimos en un largo abrazo. Me dijo que siempre, desde que partieron de Cuba, residían en New Jersey, que sus padres aún vivían, que tenían un negocio de joyería y que les iba bien
Él no sabía ni que yo cantaba. Me confesó que andaba por esa zona y se encontró con el póster e imaginó que aquel Amaury Pérez era el amigo de Fontanar.

Como yo no disponía de mucho tiempo, le pregunté por Richard, su hermano. Agarró el celular, marcó su número y excitado le preguntó: “¿A que no adivinas a quién tengo en la línea?”, y fue entonces que me pasó el móvil. “Richard, soy Amaurito”. Yo apenas podía modular la voz de lo emocionado que estaba. Richard se provocó una mudez profunda, respiró hondo, y solo acertó a decirme: “¿Te acuerdas cuando me tiraste una flecha? si me dices donde se me clavó, entonces sí eres tú”. “En la frente”, le respondí. Los gritos de alegría se escucharon por todo el alto Manhattan.

Conversamos de prisa sobre temas varios: mi carrera, la suya, sus padres, los míos, nuestras familias, los amigos comunes cuyos nombres aún recordaba, y Fontanar, nuestro planeta. De repente me preguntó que si me había casado. Le dije que dos veces. El agregó: “igual que yo”: “¿Y tienes hijos?” “Sí”, fue mi respuesta. “Igual que yo afirmó él”. “¿Cuántos?”, insistió. “Dos, un varón y una hembra”. “Coño”, me dijo, “yo también. ¿Y cómo se llaman?”. “Alan y Ariana”, le respondí, y le pregunté. “¿A los tuyos, cómo les pusiste?”. Entonces el silencio se convirtió en una espada y con voz temblorosa me contestó: “Los míos se llaman Amaury y Aimée”.

El celular se me cayó de las manos, los ojos se me cuajaron de lágrimas y salí, sin despedirme de Jorgito hacia donde me esperaba el carro que me llevaría al concierto.

Mientras cantaba no podía dejar de pensar en las maravillas que ocurren y en que el olvido no existe si algo aún palpita en lo profundo de aquellos recuerdos que creímos perdidos.

Con información de Cuba debate; Por: Amaury Pérez Vidal.