Cualquiera que hubiera pisado tierra neozelandesa hace un milenio habría descubierto un verdadero paraíso ornitológico poblado de seres emplumados de todo tipo que evolucionaban sin la sombra de un mamífero depredador.
Pero la llegada de las poblaciones polinesias en el siglo XIII y luego de los europeos cambió la situación. Las ratas eliminaron petreles y rales. Los ratones mordisquearon todas las semillas y bayas, dejando poco para que los pájaros picotearan.
Las zarigüeyas, introducidas por su pelaje, despojaron los árboles. Los conejos se reprodujeron tan rápido que devoraron prados y potreros. Y los armiños, importados para acabar con los conejos, segaron a las poblaciones de aves de caverna, zorzales, lechuzas y codornices.
Así se desplomó la cantidad de aves endémicas de Nueva Zelanda que no vuelan, como el kakapo y el kiwi. Sólo quedan unos 70.000 kiwis silvestres, según el Ministerio de Conservación, encargado de preservar el patrimonio natural e histórico del país.
Y aunque el ‘apterygiforme’ es un verdadero símbolo del país, pocos neozelandeses han visto a esta ave en la naturaleza, con su pico largo, plumaje parduzco y alas demasiado pequeñas para volar.
Pero gracias a más de 90 iniciativas a escala nacional desarrolladas para protegerla, su población crece nuevamente. Entre ellas se encuentra Capital Kiwi Project, una organización benéfica dotada con millones de dólares neozelandeses, provenientes de subvenciones gubernamentales y donaciones privadas.
Vínculo especial
En Nueva Zelanda, “tenemos un vínculo especial con el kiwi”, explica a AFP el fundador y gerente del proyecto, Paul Ward.
Los kiwis “están en el corazón del mito maori”. Ya se trate de “nuestros equipos deportivos, de rugby, de defensa e, incluso cuando vamos al extranjero, nos llaman kiwis”.
“Son robustos, resistentes, adaptables, todos valores asociados con los neozelandeses. Pero la mayoría de nosotros nunca hemos visto un solo kiwi”.
Los kiwis silvestres desaparecieron de la región de Wellington hace más de un siglo, según Paul Ward. Por eso, trabajaron de manera sostenida para salvarlos, atacando primero a sus depredadores naturales. Luego enseñaron a los perros locales a pasear lejos de ellos.
El grupo también declaró la guerra a los armiños, porque si bien los kiwi adulto pueden defenderse de ellos con sus fuertes patas y sus garras afiladas, un polluelo es incapaz, explica Ward.
Colocaron más de 4.500 trampas en un área equivalente a unos 43.000 campos de fútbol en las colinas que rodean Wellington, logrando la captura de 1.000 armiños.
Tras “la eliminación de los armiños”, explica Ward, el número de estos depredadores se redujo lo suficiente como para permitir, en noviembre de 2022, liberar un primer grupo de kiwis, que fue cuidadosamente transportado a lo largo de 500 kilómetros desde un criadero en cautiverio hasta una escuela en Wellington.
Un silencio se apoderó de la multitud, cuando se soltó el primer pájaro frente a 400 personas que nunca antes habían visto kiwis, cuenta Paul Ward.
Nuestro deber
El seguimiento regular muestra que a esta primera generación evoluciona bien. Ward explica que han aumentado de peso tras dos meses en libertad, gracias a que “hay comida de sobra para ellos en estos cerros”
Durante los próximos cinco años, el proyecto tiene como objetivo liberar 250 aves e incorporar su característico grito estridente en la vida cotidiana de los habitantes de las afueras de la capital.
“Es nuestro deber velar por el animal que nos dio su nombre”, considera. De lo contrario “mereceremos ser rebautizados como idiotas”.
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