El País.- Michel Legrand, compositor y arreglador, ha muerto la pasada noche en su París natal, con 86 años. Aunque triunfó elaborando música cinematográfica, desarrolló una carrera paralela como director de orquestas sinfónicas. Y nunca olvidó su pasión juvenil por el jazz, que le unió a Miles Davis, la última vez en la película australiana Dingo (1992), coprotagonizada también por el trompetista. Quedaron en Los Ángeles pero, típicamente, Miles retrasó el momento de la verdad –se suponía que iban a componer mano a mano- y Legrand terminó escribiendo solo la banda sonora, a la que luego Davis pondría la guinda con su trompeta.
Nacido en una familia musical, Legrand fue un alumno brillante del Conservatorio de París. Entre sus preceptores estuvo Nadia Boulanger, que le reafirmó en su intuición de que todas las músicas podían convivir. Era un veinteañero que alternaba los arreglos para Jacques Brel o Maurice Chevalier con los encargos del cine francés, aceptando incluso trabajos endemoniados: Lola (1961) se rodó con Anouk Aimée haciendo como si cantara, sobre músicas inexistentes. La sincronización posterior resultaba imposible, aunque Legrand hizo lo que pudo.
Fue el principio de su fructífera relación con el realizador Jacques Demy, la primera parte de una trilogía que se completaría con Los paraguas de Cherburgo (1964), donde las canciones sustituían a los diálogos, y Las señoritas de Rochefort (1967). Colaborarían en posteriores películas, como Piel de asno (1970), con Catherine Deneuve y un éxito histórico. Legrand se benefició de la libertad creativa y la visibilidad mundial de la Nouvelle Vague.
Hollywood le tentó inmediatamente y El caso Thomas Crown (1968) le permitiría ganar su primer Oscar con Los molinos de viento de tu mente (título horripilante, es cierto, pero con una melodía de orfebrería). Volvería a ganar la estatuilla, ya en la categoría de mejor banda sonora, con Verano del 42 (1972), de Robert Mulligan, y Yentl (1983), de Barbra Streisand. Serviría igualmente a Joseph Losey (El mensajero, 1971), Richard Lester (Los tres mosqueteros, 1973), Orson Welles (Fraude, 1973), Louis Malle (Atlantic City, 1979) o Robert Altman (Prêt-à-porter, 1994). En total, firmó unas 200 bandas sonoras, bajo la máxima de que una gran melodía ilumina hasta la película más vulgar. Una herencia, aseguraba, de su niñez: solo en casa, intentaba descifrar la construcción de las chansons que sonaban en la radio. Entre sus últimos trabajos está la partitura para Al otro lado del viento (2018), la recuperación por Netflix de la película inacabada de Welles. Y entre los más populares, la música de la serie televisiva de dibujos Érase una vez… el hombre, y sus continuaciones.
El jazz supuso otro deslumbramiento. París era parada obligada para las figuras del be-bop; en 1948, Legrand se quedó noqueado por la big band de Dizzy Gillespie. En 1958, tras haber facturado I love Paris, un disco tópico de ambientación parisina que vendió grandes cantidades, Columbia Records aceptó producir una colección de standards del jazz con sus arreglos. En Nueva York, el visitante descubrió que sus ídolos cobraban la misma tarifa que cualquier instrumentista de estudio y decidió convocar a la crema de la crema.
Legrand jazz contenía un who’s who del jazz: Miles Davis, John Coltrane, Ben Webster, Bill Evans, Art Farmer, Phil Woods, Donald Byrd, Teo Macero etcétera. Todos se quedaron encantados con sus partituras, a pesar de algunos patinazos sociales. Lo contaba Quincy Jones: de camino a una sesión de grabación de Sarah Vaughan con Count Basie, La Divina encendió un porro y se lo pasó a Legrand; asqueado ante aquel cigarrillo chupado y deforme, lo tiró por la ventanilla. El enfado de Vaughan fue enorme: hubo que aclarar al francés que el ofrecimiento era un gesto de aceptación.
Ya en el siglo XXI, con su inagotable curiosidad, se aventuró en el teatro musical y se arriesgó componiendo conciertos para piano o violonchelo en el lenguaje sinfónico, que grabó para la rama clásica de Sony. Cuando necesitaba un baño de multitudes, ofrecía recorridos por su música cinematográfica, espectáculos en los que tocaba el piano y hasta se atrevía a cantar. Revelaba algunos de sus secretos: “Lo que yo narraba con la música tenía que ser al menos tan interesante como lo que ocurría en la pantalla”.
Fuente: ElPaís